En el burdelito de la secretaria del juzgado había varias muchachas de las rancherías cercanas. Lucy venía de El Aguacatal. Pepita, de El Jonote. Carmela, de Palos Nuevos. Y Carmelina, de Palos Caídos.
Todas tenían algo en común: habían sido sirvientas de la secretaria del juzgado. Cada una llegó por su lado. Cada una fue violada la primera noche. El violador de todas fue Chava, uno de sus guaruras. A las violaciones cotidianas le siguieron los embarazos. Por pena, por vergüenza, ninguna regresó a su pueblo.
Todas las tardes, la madrota las instruyó en una ardua tarea: atender a los clientes. Eso implicaba clases para caminar con zapatillas, clases para bailar, clases para fingir el orgasmo, clases para tomar esa agua azucarada que pasaba por vino blanco, clases para mantener conversaciones. En este último punto la ayudaba su hijo Juan de Dios, un muchacho mitad humano, mitad bestia. Éste simulaba ser un cliente que llegaba a convivir con las damitas.
—¿Y tú qué o qué: trabajas o estudias?
—Trabajo.
—¿Y qué o qué: de qué trabajas?
—De meretriz.
—¿Y qué o qué: cómo se come eso?
—Pus no sé, pero así me dice tu mamá que debo contestar.
Las muchachas dormían juntas en dos colchones viejos que cabían en un cuarto de azotea. Comían lo que la madrota les mandaba: tamales de india, chile con huevo y frijoles de olla. Cada una cobraba cien pesos por acostarse con los parroquianos. Setenta pesos eran para la madrota, veinticinco para ellas, y cinco pesos para una alcancía en forma de cochinito. Esa alcancía la administraba la madrota.
Los domingos tenían tarde libre. Desde temprano se bañaban a cubetadas de agua, se peinaban, se ponían jitomate en el pelo (para que éste quedara fijo), y entre risas y empujones salían a la calle. Iban al Zócalo a comer nieves y a dar la vuelta al jardín. Algunos muchachos se acercaban a ellas en grupos y las invitaban al cine. Ya dentro, se besaban apasionadamente y sin recato. Algunas incluso hacían sexo oral entre película y película.
Juan de Dios iba por ellas para llevarlas al cuartito de azotea y a veces fornicaba con alguna. Al día siguiente, por la noche, empezaba su rutina: bailar, fichar y acostarse con los parroquianos.
Las enfermedades vaginales no escaseaban. Otras más eran contagiadas de chancros y ladillas. Se echaban limón en la vulva para desinfectarse y seguir trabajando. Con los años, poco a poco fueron relevadas por otras: más jóvenes y audaces. Algunas volvían al pueblo y otras se iban a Poza Rica, donde los burdeles abundaban.
Juan de Dios terminó en la cárcel, pues mató a un muchacho homosexual después de tener relaciones con él. Le dio ochenta cuchilladas y terminó bañado en sangre. Su mamá lo visita los domingos y le lleva quesadillas de hollejo. Sus favoritas.