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lunes, noviembre 25, 2024

Busco caballero serio para una relación formal…

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Se llamaba Ana. O Rosa. Exacto: se llamaba Rosa. Era una Margarita Gautier en su etapa terminal: ojos profundos, ojeras violáceas, piel pálida, rostro delgado, cuello con carótida saltada, manos transparentes… 

Sus labios, eso sí, eran rosas todavía. Un rosa pálido urgido de besos. 

Subía siempre a eso de las nueve de la noche al departamento familiar del edificio Ramón, a unos doscientos metros del condominio en el que yo vivía. 

Siempre nos encontraba a Lucero y a mí severamente lúbricos en el segundo piso. Ella, en su uniforme de la Normal. Yo, con esa mirada bovina que me asalta todavía.  

Rosa llegaba enfundada en su eterno abrigo gris lleno de ácaros. Siempre lo usaba. Incluso en tiempos de calor. Subía despacio. Sus pisadas no se oían. Subía, y cruzaba saludos. Buenas noches. Buenas noches.  

Un día se detuvo y conversó unos minutos con nosotros: los lúbricos. Cuando me vio, sentí un escalofrío. Sus hermosos ojos me pusieron nervioso. Nos contó que a través de la revista Confidencias había conocido a un hombre mayor. (Mayor, en los años setenta, era equivalente a un señor de treinta años). Se escribieron varias veces hasta que quedaron de verse en Caldos Zenón. (Ya nadie hace citas en Caldos Zenón, donde hay excelentes caldos de gallina). Se vieron, pues, y se gustaron. Él le tomó la mano. Ella suspiró como los personajes femeninos de Corín Tellado o Caridad Bravo Adams. Él le besó la mejilla izquierda. Ella entrecerró los ojos. 

Mientras Rosa narraba este pasaje, Lucero metió su mano en mi bragueta y lubricó aún más el instante. Uno-dos, uno-dos…  

Me excitaban dos cosas: la hábil mano de Lucero y los ojos taciturnos y sensuales de la pobre Rosa. Algo notó en mi mirada que respondió con un palpitar de sus labios rosa pálidos. 

Rosa interrumpió el relato de repente. Quiso irse. Yo la detuve con un movimiento leve. Accedió a quedarse. De pronto sentí que estaba más cerca de mí que Lucero, quien había abandonado mi bragueta. Rosa dijo que el hombre mayor la había llevado a un motel para hacerla suya. Entonces rompió en llanto.  

No sé por qué la abracé y sentí a los ácaros flotar en mi nariz. Un aroma a humedad llenó mis orificios nasales. Olía a cadáver fresco. Imaginé el añoso ropero en el que Rosa guardaba su ropa. Seguramente había una humedad de siglos acumulada ahí. Imaginé a Rosa colgando su abrigo todas las noches para escribirles cartas llenas de ternura a los hombres que iba conociendo en Confidencias. 

Sentí su mejilla mientras la abrazaba. Lucero lloraba con ella. Mi mano derecha tomó las manos de Rosa. Sentí unos huesos parecidos a los de Consuelo Llorente, el personaje central de Aura, de Carlos Fuentes. 

Me sentí el historiador de la novela, Felipe Montero, abrazando a la anciana que daba vida a Aura. Y es que Rosa había envejecido en cosa de minutos.   

Algo en mí se estremeció cuando acercó a mi boca unos labios pálidos, enjutos y arrugados que murmuraban algo que no supe descifrar. 

—Buenas noches —dijo Rosa. 

—Buenas noches —respondimos desde nuestra lubricidad Lucero y yo. 

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