Hay un momento en la vida en que la dulce tristeza se asoma por la ventana del baño. Esto ocurre normalmente a las cuatro de la mañana, cuando despierto de pronto, de primera intención, y lejos del horario normal.
Ignoro la razón de que en ese momento abrace la incertidumbre como se abraza a una anciana desvalida. Los remordimientos florecen durante unos minutos. “Soy un truhán”, me digo ante el espejo.
Con esa carga emocional intento dormir de nuevo, pero el desfile de cadáveres que salen de mi ropero parece interminable. Uno a uno, les pido perdón por mis excesos. No me perdonan. Su función es atormentarme de por vida. Cuando logro dormir, los cadáveres han regresado al viejo ropero de la casa: un ropero, por cierto, que sólo existe en mi imaginación.
Me olvido de ellos todo el día, cuando hago mis diligencias y salgo a comer y a conversar. Cuando la chispa de una buena mesa apaga las luces más negras del alma. Antes de dormir pienso que quizá despertaré otra vez a las cuatro de la mañanapara enfrentarme al río de muertos que todos llevamos en la espalda.
¿Quiénes son mis cadáveres?
Algunos políticos a los que no volví a ver, algunos amigos del pasado, un par de novias, un señor que un día me gritó en el pasaje de la Presidencia Municipal de Puebla, alguien a quien agravié sin pretenderlo, algún tío lejano, dos primos a los que no abracé cuando falleció su padre, una prima solitaria, tres candidatos derrotados…
A mis exnovias busco desagraviarlas con algunos versos, pero ni así logro su perdón. Cosa curiosa: suelen aparecer con vestimentas que jamás usaron. Sé que son ellas porque sus voces son idénticas a las que un día tuvieron. Mis exnovias, por cierto, lloran abrazadas en un rincón del baño. Nunca fueron amigas. Ni siquiera se conocieron. El tiempo y las ganas de vengarse fue lo que las unió.
Veo gente muerta. Pero eso sólo ocurre ocasionalmente, cuando despierto a las cuatro de la mañana. Hubo una temporada en que despertaba a las 2:40 de la madrugada, como un homenaje siniestro a la hora en que estuve a punto de arrollar a una familia entera. Se cruzó un poste de luz, afortunadamente, y un camellón.
Durante varias semanas desperté cuatro o cinco días de la semana a las 2:40 de la madrugada. Luego empecé a hacerlo a las cuatro en punto.
Juan Villoro dice que él despierta diario a las tres de la mañana. Entonces toma un libro y se pone a leer una hora y media, hasta que el cansancio se apodera de nuevo de su cuerpo. Intenté hacer lo mismo una temporada, pero los muertos que tengo en el ropero —un ropero inexistente— se han apoderado de mi insomnio ocasional.
Sólo tengo tiempo para escuchar sus reclamos, sus lamentos, y esos llantos ocasionales que me quitan la respiración. No sé si soy el único que tiene un ropero con muertos. Nunca he conversado con nadie sobre esta terrible manía. Tengo claro que me tomarían por loco.
Escribo estas líneas a las cuatro de la mañana. Tengo ganas de ir al baño. No quiero hacerlo. Y es que me encontraré con mis cadáveres inevitablemente. A ellos les dedico estas palabras. (Estas líneas fueron publicadas originalmente en la edición más reciente de la revista Dorsia).