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viernes, noviembre 22, 2024

Dos historias sin final feliz

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Conocí a Gregory hace un año, me lo presentó mi hermano un sábado. Hacía un clima espectacular, el sol estaba a horas de despedirse y el viento era el justo para refrescar lo caluroso de la tarde. Estreché su mano en un saludo firme y cordial, me impresionó lo blanco de su sonrisa, su español fluido y su gorro de estambre negro.

¿Quién usa gorro en pleno verano? Buscamos la banca verde de metal más próxima y la charla fluyó intentando ignorar el barullo de la gente y los coches.

Gregory es contador de profesión y se encargaba de las finanzas para el gobierno de su país.

Decidió migrar poco antes del cambio de presidente pues los rumores de que se avecinaban tiempos difíciles si aquel candidato ganaba, lo orilló a buscar una oportunidad en Chile, donde existía un convenio para trabajar de forma legal y facilidades para la residencia.

La esposa de Gregory, me dijo él con cierto orgullo, es enfermera, trabajaba en un hospital público, ambos tienen una hija que para cuando migraron tenía cinco años. La idea de dejar a su familia de origen para empezar de cero sin hablar español les daba miedo, sin embargo, plantearse la posibilidad de ser perseguidos por el gobierno anterior, les daba terror. Con pasaportes en mano y las pertenencias de uso personal emprendieron el viaje de más 9 mil 297 kilómetros.

Chile les cumplió la promesa a medias, había trabajo, sí pero no para su familia. Ni trabajo ni servicios básicos de salud. Gregory que no se rinde nunca, consiguió empleo en una ferretería, luego en una llantera y finalmente en una empresa como colocador de cristales para autos, donde estuvo a punto de llegar a la gerencia. Un sentido muy elevado de la ética, pero, sobre todo, de su dignidad, provocó que dejaran Chile y probaran suerte en Bolivia, Colombia, El Salvador, con la finalidad de llegar a México.

En la frontera con Guatemala, sólo hasta entonces, me comenta Gregory con las primeras gotas de lluvia de aquella tarde, fueron arrestados, separados como familia y despojados de 300 dólares (100 dólares por cada uno) para poder ingresar al país. Confieso que me dio vergüenza, coraje e impotencia.

¿Van a seguir hasta Estados Unidos? le pregunté como para romper el momento incómodo. Entonces no lo sabía, estaban cansados de viajar y también de no adaptarse. Su esposa, por ejemplo, no habla español y está sumida en depresión desde que dejaron Chile. Sale de casa para comprar despensa y se las arregla bien señalando lo que quiere.

Mientras leí Las dos amigas (un recitativo) de Toni Morrison (Lumen, 2023) no dejé de pensar en ellos. La ganadora neoyorquina del Pulitzer en 1988 y del Premio Nobel en 1993, cuenta la historia de dos niñas de ocho años que se conocen en un orfanato sin ser precisamente huérfanas. Roberta y Twyla, conviven algunos meses en el Saint Bonny´s toda vez que una de ellas tiene una madre enferma y la otra, una adicta a las fiestas y el baile. El ejercicio que propone Morrison es que el lector descubra cuál de ellas es la niña blanca y cuál es la niña negra.

Negro y blanco. Culpables o inocentes. Pobres y ricos. ¿Lo define un color de piel? Para Gregory y su familia lo es desde que dejaron Haití. Para Twyla y Roberta desde que nacieron. Ninguna de las dos historias, queridos hipócritas lectores, tiene propiamente un final. En el último contacto que tuve con Gregory, estaba desempleado y con la determinación de regresar a su país, “es lo mejor para mi esposa que la veo cada vez más triste y porque sufro agresiones en la calle que ponen en riesgo mi vida”, me comentó en un audio de Whats y, en Las dos amigas. . . descúbranlo ustedes mismos.

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