Ya fui esa clase de persona que se sentía llena de certezas.
No tiene tanto tiempo… lo era cuando pensaba que al fin tenía bajo control todo lo que hacía.
Los deseos se veían próximos a cumplir. Las condiciones de aquello que se conoce como plenitud estaban puestas en la mesa, en mi mesa con velas y buenas viandas.
Jugaba a la baraja con el pasado y le hacía trampas pasándolo por procedimientos de cosmética para tapar huecos y resanar grietas; y el futuro –que llegaba a cada segundo– se antojaba generoso.
A mis 42 ya era esa clase de mujer que se sentía segura de sí y bien plantada, tal vez por eso perdí el interés en moverme demasiado, pues pareciera que la certeza es amiga fiel de la tiricia.
Uno se queda sentado bebiendo y fumando en espera de aquello que se ha proyectado y que difícilmente se malograría a menos que…
¡La Vida! Que la vida peligre y te saque de tu nidito.
La vida es la que une y separa, la que confronta y reconcilia, la que te sienta y la que te para a punta de golpes.
Entonces recuerdas que nada está escrito, y si lo está, no es como lo planeabas. Las palabras se borran, los papeles en los que fueron inscritas se queman, se rompen o desaparecen.
Te das cuenta, o recuerdas más bien, que lo bello de la cosa es que siempre todo cambia.
Y quien se cree perpetuado en el escenario de la certidumbre, es alguien poco confiable.
No aceptar la incertidumbre conduce al sufrimiento.
Algo de eso se estudia en el budismo.
Un poco de duda no hace daño, al contrario, hoy me siento feliz de tener tanto qué preguntar y tan poco que responder. Eso te lleva a buscar.
Las certezas son las hijas bastardas de las expectativas. Cuidado también con esas trepadoras: son especialistas que te acompañan hacia los brazos de la frustración.
Emanuel Kant dijo: la inteligencia se mide por la cantidad de dudas que podemos soportar.
Pero ojo, años después, José Gorostiza advirtió que la inteligencia es la soledad en llamas.
En eso se parece a cualquier otra enfermedad.
