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viernes, noviembre 22, 2024

Un pastel de mariguana

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Estábamos en la Casa del Lago, de Chapultepec, celebrando la entrega del premio Villaurrutia al poeta Jaime Reyes un viernes de 1977. Yo tenía 20 o 21 años. No me acuerdo. Bebimos lo que a esa edad se puede beber en un coctel literario. Yo llegué con unos amigos que perdí en el camino —en esa época, el paisaje cambiaba cada tres martinis secos—. 

De pronto me vi metido en el círculo de Reyes, brindando con Carlota Villagrán, su esposa; el poeta Eduardo Lizalde, la actriz —bellísima— Delia Casanova y el maestro Carlos Illescas. Jaime dijo “vamos a mi casa”, y fuimos todos. 

No sé por qué me tocó subir al auto del poeta premiado. O al auto de un amigo de éste. O al auto de un amigo de un amigo. Como de la nada, alguien sacó un pastel verdoso. No verde agua ni verde bandera: verde molusco. (¿Hay moluscos verdes?). Me dieron una rebanada y me la comí en el camino. 

Jaime vivía en Tacubaya. Durante el recorrido me ofrecieron otra rebanada, misma que devoré debido a la euforia de ir, por primera vez, a la fiesta de un poeta ganador de un premio tan importante. Había ido para entonces a fiestas del pueblo argentino en el exilio, o del pueblo chileno, o del pueblo uruguayo. Todas, por cortesía, de Jorge Boccanera, poeta argentino y hermano mío que llegó a vivir a mi casa —el departamento familiar— en 1976. También me habían tocado algunas tertulias con Roberto Bolaño y Mario Santiago, y con Julio Valle Castillo y don Ernesto Mejía Sánchez. Pero nunca había ido a la fiesta de un poeta ganador del Villaurrutia. 

Cuando llegamos ya había gente. Estaban, entre otros, don Rubén Salazar Mallén —una leyenda viva de la literatura mexicana—, David Huerta, algunas actrices, varios poetas y una mujer de pecho plano que parecía arlequín. La vi, me vio, nos vimos, y brindamos a lo lejos con un vodka que me serví apenas entré a la casa. Llevaba tres cuando, metidos en la sala, todos hablábamos de poesía, de ópera, de teatro y de esas cosas de las que se hablan en las reuniones de poetas. Detrás mío, el arlequín femenino frotaba mi espalda con la punta de su zapatilla. Mi respuesta fue tocarle la pierna y frotarla. Alguien dijo: “¡bailemos! Y todos nos levantamos. Quise hacerlo con el arlequín, pero había huido. Bailé entonces, el mambo número 8, con Delia Casanova. Fue un momento feliz de mi vida que sigo sin olvidar. En pleno baile me tomé mi vodka número 6, que sumados a los martinis secos empezaban a hacer su efecto.  

No sé cómo escuché la voz de uno de los amigos del poeta Reyes que me dijo al oído: 

—¡Cuidado, poeta, no se vaya a cruzar! 

—¡Sólo estoy bebiendo. No fumo mariguana! —respondí. 

—¡Pero qué tal se la come! —dijo entre risas. 

En ese momento entendí el color verde molusco del pastel. Y un sonido extraño se metió en mi oído. Me sentí mal. Todo me daba vueltas. Vi el arlequín prometido besándose con un tipo en lo alto de una escalera de caracol. Como pude llegué a un baño. Creo que me desmayé.  

Pensé que habían pasado unos minutos. (En realidad habían transcurrido dos horas). Ya no había baile. Eduardo Lizalde, con su voz de tenor, cantaba el aria de una ópera fúnebre. Don Rubén Salazar Mallén, muerto, estaba tendido en la alfombra de la sala. Todos oraban.  

Como un niño al que se le ha muerto su abuelo, abracé su cuerpo tieso. Lloré como tenía tiempo de no hacerlo. Todos me vieron.  

Horas después, desperté tendido en una silla. Una silla pequeña, normal. Ahí dormí no sé cuánto tiempo. Los notables se habían marchado. Los parias que seguían despiertos me hicieron la crónica puntual después de las burlas de rigor. 

En mi alucinación, vi muerto a Salazar Mallén y me lancé a llorarle al vacío de la alfombra. Todos se rieron de mí: Lizalde, Huerta, el arlequín, Delia Casanova, Carlota…  

Lloré varios minutos diciendo “se murió el viejito”, cuando éste ya se había marchado muy orondo a su casa. Alguien, comedidamente, me colocó en una silla, donde —juran— seguí llorando hasta quedar dormido. 

Días después fui a la Galería Chumacero, en la zona rosa, a una lectura de poemas del poeta Lizalde. Pensé que no me recordaría. Apenas terminó su lectura, se me acercó y me dijo con su sonora voz: “¡Es usted todo un poeta maldito!”. 

Cuarentaicinco años después de esta escena sigo tratando de saber qué me quiso decir.

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