El lema de consumir local suena mucho, pero pocos lo llevan a cabo.
En temporadas como ésta, cuando la lana no fluye por la cuesta de enero y febrero, y aparte si le añadimos el factor pandemia y el descalabro económico que trajo consigo, uno debe seleccionar muy bien a dónde va a ir nuestro gasto.
Lo más sencillo del mundo es comprar cosas “de urgencia” a las tiendas de conveniencia que, si analizamos bien, nada tienen de convenientes.
Compramos a cuenta gotas objetos innecesarios por un asunto de comodidad y cercanía.
Los dueños de estas empresas saben bien que la hueva es grande, y que a la gente no nos gusta trasladarnos demasiado en aras de satisfacer un capricho.
Lo malo es cuando nuestra despensa se surte en su mayoría en estas tiendas.
Suele suceder que vas por cigarros al Oxxo y de ahí se te pegan las papas, el refresco, las galletas, el cafecito, la chela…
Y, si ya andas en esas y el tiempo apremia, acabas por meter a la canasta el suavizante, el cloro, la comida del perro, los tampones, el aceite, el azúcar, los hielos, y hasta el pomo.
Resultado: la despensa conveniente se convierte en un desfalco cotidiano.
Digo esto porque me pasa. Todos los días. Y más desde la pandemia; por otro lado, veo cómo a mi santa madre le alcanza perfecto su sueldo y todavía le sobra para comprarse un par de zapatos al mes.
El secreto está en comprar en los mercados o en tiendas de barrio.
Además de que son maravillosos por su colorido y el jolgorio que se arma en cada puesto, ir al mercado te garantiza pagar si no lo justo, lo menos gandaya posible, poniendo de lado que, aparte, si te vas los días indicados, puedes todavía ahorrarte una lanita extra si te remites directo con los “propios”, es decir, los productores que llegan en sus camiones a venderte la fruta y la verdura sin pasar por la aduana del puesto.
Es un caso extremo, de obsesos de la frescura, sin embargo, ahí sí desembolsas lo justo por un producto que, aparte, está más fresco que un cincuentón en Tulum.
El único contratiempo que le encuentro a las tiendas de barrio es que, en ciertos barrios, esos comercios se han vuelto establecimientos jipitecas que ofertan productos orgánicos a precios exorbitantes.
Está bien que somos lo que comemos y que ahora la cultura healty esté muy en boga, sin embargo, hay papayas que se venden como si fueran un trozo de superficie de júpiter. O ralladura de coco como si fueran hojuelas de cocaína.
Son esos establecimientos los que principalmente utilizan el slogan de “consume local”.
Y es ahí en donde la burra tuerce el rabo y acaba uno por irse a comprar un hotdog tóxico del Seven Eleven…