Uno de los cocineros que llegaron de Europa para preparar los banquetes que se ofrecieron durante el largo periodo que gobernó Porfirio Díaz fue el alemán Hermann Bellinghausen, abuelo ilustre de Hermann y Karl. Poeta y cronista, el primero. Músico, el segundo.
Con el tiempo, el señor Bellinghausen abrió un restaurante en la calle de Londres, en lo que después sería la Zona Rosa. Lo bautizó como La Culinaria. Tiempo después se llamaría simplemente Bellinghausen.
Por ahí pasaron en calidad de comensales todo tipo de grandes personajes: desde Octavio Paz hasta Gabriel García Márquez. Y más: Carlos Fuentes, José Luis Cuevas, Carlos Monsiváis. Pero también presidentes de México, gobernadores, senadores y un largo etcétera.
Comer en el Bellinghausen es tocar las puertas del cielo. El chamorro que sirven ahí es grasoso y tierno. Va hervido y picado con chucrut, cebolla y cilantro.
Este restaurante me gusta porque es uno de los emblemas más vivos de la Ciudad de México. Ahí llegué a ir con el gran poeta Carlos Illescas, auténtico hombre del renacimiento. Su conversación iba del siglo de oro español a lo mejor de la ópera. Como Mallarmé, había leído todo. Y su prodigiosa memoria daba cuenta de ello.
Gracias a él conocí restaurantes, bares y cantinas de la ciudad. Sabía qué pedir, y cómo pedirlo.
Las conversaciones con él eran ricas en pausas y moralejas. Su generosa voz solía ir de menos a más a la hora de relatar una historia o alguna anécdota. Entonces sobrevenía una carcajada festiva. Era como la cereza del pastel para celebrar el triunfo de la inteligencia y la memoria.
Y todo esto iba acompañada de cantidades industriales de cubas libres o coñac, o el inevitable vino tinto de La Rioja que tanto le gustaba.
En la charla a veces aparecía el nombre de Tito Monterroso, cuñado y paisano suyo. Ambos eran brillantes guatemaltecos exiliados en México. Y ambos replicaban con arte el tonito de los habitantes de ese país centroamericano.
Debo decir que las mejores tortas de huevo con chorizo —en el más puro estilo español— las comí con él en una cantina de avenida Universidad.
Fueron tiempos gloriosos en los que aprendí lo poco que sé de poesía, del arte de conversar y del galano arte de beber y comer como Dios manda.