Mi tía Lula tenía un novio casado —con hijos y con nietos— llamado Roberto. Don Beto. No era propiamente su novio sino su amante, pero ella lo presentaba como pretendiente.
Roberto era un gran bebedor. Era abogado. Trabajaba con los magistrados de la Ciudad de México. Eran los años setenta. Echeverría era el presidente del país y el mundo parecía moverse en cámara lenta. Todos los señores usaban trajes grises y corbatas negras, y hablaban como políticos: muy pausadamente. Como si dijeran cosas importantes. Siempre en el estilo de Luis Echeverría.
En la casa, a don Beto le decíamos el licenciado, porque así se refería mi tía Lula a él. Y éste siempre citaba algunas frases en latín.
“Yo en realidad soy ad vocatus”, decía muy serio, y le daba un trago a su Don Pedro con Coca-Cola.
(Ad vocatus= abogado). Luego tocaba las hermosas piernas largas de mi tía Lula.
(Mi tía se casó muy joven, se divorció, se volvió a casar, y ya entrada en edad de merecer decidió que sólo tendría amantes. Amantes ricos, viejos, alcohólicos. Cuando menos así eran todos los que le conocimos).
“Fíjense ustedes —les decía el licenciado a mis papás— que una mañana, ipso facto, me mandó traer mi jefe, el señor magistrado Malagón, y me dijo, in voce, que a posteriori yo tenía que reunirme con el magistrado Morquecho para que, de facto y sin dolus, resolviéramos un asunto que ab absurdo requería un tratamiento ab–origine”.
Me quedé, a mis catorce años, sorprendido de la gran sabiduría del licenciado. Y es que cada vez que le escuchaba a alguien una palabra desconocida sobrevenía una admiración inmediata y aldeana.
Un domingo que ya estábamos todos a punto de dormir —a eso de las diez de la noche—, después de ver Siempre en domingo, con Raúl Velasco, mi tía Lula y el licenciado llegaron al departamento.
Venían muy tomados y contentos. Ambos pasaron a sentarse en un sofá doble que mi mamá acababa de comprar en Compañía Hermanos Vázquez —12 meses sin intereses.
Llevaban una botella de coñac Hennessy vsop, y mi papá me mandó a comprar dos Cocas grandes, a petición del licenciado, a quien le encantaba el París de noche. Los minutos pasaron. Las horas. Yo quería ver Domingos Herdez, con Héctor Lechuga, pero la plática tan culta del licenciado me hizo quedarme a escucharlo. Por fin el sueño me venció.
Al día siguiente, ya metido en mi uniforme de secundaria —pantalón y camisola caqui, corbata café caca—, escuché el relato horrorizado de mi mamá sobre el licenciado y su sofá doble.
Resulta que cuando él y mi tía se fueron, mi papá dijo que olía a orines. Al buscar de dónde provenía el olor, mi mamá, furiosa, descubrió que el licenciado se había hecho aguas en el sofá recién estrenado. Pero no había sido una orina común. Daba la impresión de que el señor Beto se había meado dos o tres veces a lo largo de la velada, y de un modo muy consistente.
Consciente de su agravio, el licenciado nunca regresó a la casa. Su lugar fue ocupado por un magistrado de unos ochenta años, quien después de la cubita número diez se quedaba dormido como pichoncito.
Alea iacta est, me dije muy Julio César, el emperador romano que fue asesinado por un tal Brutus.