Ayer fue 14 de febrero. Ni de loca me paré por un restaurante, y menos con el ómicrón todavía amenzando… así que hoy me aventuré a salir y después de engullir media vaca a las brasas en un restaurante, me puse a observar las mesas vecinas. La mayoría estaban ocupadas por hombres. Es martes, y por lo general las familias no salen a comer entre semana. Los martes van a los restaurantes los señores solos. Se citan ahí para cerrar negocios, ¡o qué se yo! Miraba a mi al rededor mientras pensaba que ayer, es decir, día del amor, esas mismas mesas estuvieron llenas de parejas celebrando su felicidad. O tal vez no su felicidad, sino su hastío. O quién sabe… puede ser que muchas de las parejas que ayer ocuparon esas mesas fueron nuevas, que aún se procuren y se amen.
Pero hoy fue martes y por más que buscaba parejas en las mesas, sólo pude divisar a un par que estaban muy a la orilla. Medio escondidas. Ajenas a los ojos morbosos de los demás comensales.
Una de esas dos parejas la conformaba un hombre como de cincuenta y cacho, y una mujer como de veintipocos. Me acerqué a la mesa so pretexto de salir a fumar y vi que el hombre llevaba argolla matrimonial y ella no. Inmediatamente concluí que la chica era la amante. ¿Cómo supe que era la amante y no una amiga o alguna colaboradora? Fácil: la muchacha tenía enredadas las piernas en las piernas de él. Y sobre la mesa él jugueteaba con la mano de ella y bebía una apetecible margarita frozen que parecía un pastel de fresa. No pude escuchar bien de qué iba su conversación. Sólo alcancé a oír que ella le decía “va, de aquí nos vamos en tu carro y luego mando por el mío”. Miré a la mujer y pude notar que su cuello no estaba constelado en cadenas o dijes, o que su muñeca no traía un reloj fino o que en sus dedos sólo había un anillo de pasta roja en vez de un brillante.
¿Qué regalan ahora los esposos tránsfugas a las amantes universitarias para conseguir sus favores?, pensé. La respuesta me llegó como una ráfaga helada de aire polar: migajas. Las vamps ya no son como antes. Sus madres ya no las adiestran en el sistema de lo caído, caído. Ahora, como comentaba hace unas semanas con una amiga, los hombres quieren que las chavillas se enamoren de ellos y se vayan a la cama sólo por el hecho de invitarles a comer un corte sonorense y beber un vino de mediana calidad. Carajo, ¿a dónde se fueron los años de glamour del amasiato? Aquellos donde los caballeros, con tal de sentir la fresca pielecita de una veinteañera, ofrendaban joyas, viajes, carros ¡y hasta departamentos! Eso ya no existe. El galanteo de palacio se perdió en la singularidad de la materia y las amantes millennials y zetas dejaron de explotar ese recurso maravilloso del que tanto hablaba Agustín Lara en sus canciones. Han perdido el encanto de la liviandad, remunerada con sendos aretes de esmeraldas.
Ahora las chamacas enloquecen con bolsas de canvas llenas letras y teléfonos de última generación.
Les hace falta ver más cine de María Félix, o ya mínimo darse un quemón en el Instagram de la esposa de Cristian Ronaldo. Ella bien que supo aprovechar su exquisito abandono de mujer.