Pintar, esculpir, montar instalaciones, son actos creativos que anuncian movimiento y derivan en una ilusión estática. Cuando un artista construye agregados complejos a partir de elementos simples explora infinidad de ideas y conceptos; no puede escapar a sus prejuicios, cuyo sedimento es el razonamiento por recurrencia que su experiencia le permite.
Algo parecido hace el matemático con su bagaje cultural, es decir, explora la inducción numérica para construir agregados complejos; al hacerlo importa cuán conocedor es de las relaciones entre los números y en qué medida tales constructos imaginarios determinan la presencia de la vida en este mundo a veces irreal, en ocasiones tangencial.
Dicha inducción no deriva en forma directa de la experiencia personal, a diferencia de otras disciplinas del pensamiento, sino que constituye una propiedad de la mente, intuitiva, inherente y casi instintiva, ya que como muchos artistas y científicos saben, lo que se ha hecho una vez es posible hacerlo de nuevo.
Gran parte del gusto por lo irreal se remonta a los acertijos del filósofo Zenón de Elea, quien aducía que el movimiento es una ilusión y, por tanto, lo estático es lo único cierto. Fue él quien propuso razonar como si fuéramos a esculpir un trozo de piedra.
Al cincelar una y otra vez adquirimos experiencia y, no obstante, por un momento parece no haber final.
Una paradoja sostiene que es imposible recorrer una distancia cualquiera, ya que primero debe recorrerse la mitad de dicha distancia, luego la mitad de la distancia que falta recorrer; luego, otra vez la mitad que queda, y así sucesivamente, de manera que como siempre queda alguna distancia que recorrer, el movimiento resulta imposible. La solución matemática a esta paradoja demuestra que si bien cada uno de los términos de la serie geométrica que se forma son infinitos, su suma es finita e igual a uno.
La pintura y las matemáticas han estado unidas por más tiempo del que solemos suponer, pues ambas habitan en un mundo transparente, donde el pasado y el futuro se hallan a nuestro alcance gracias al cúmulo de datos con los que contamos cada día del presente. Los matemáticos y los pintores se dedican a extraer esta información con las herramientas que su disciplina les ofrece, de manera que pueden reconstruir las condiciones del mundo como era y cómo será a partir de su estado presente.
Según Ivar Ekeland nos dice en su libro Mathematics and the Unexpected (1988), desde Newton, las matemáticas se volvieron mucho más complejas, sin olvidar las elucubraciones de Albert Einstein, pero el asunto siguió siendo el mismo, ¿cuál es la naturaleza del tiempo absorbido por el espacio que está en el fondo de las artes visuales?
Dicho de otra manera, las leyes del movimiento y su representación artística ¿son problemas geométricos? El universo es un espacio cerrado y está regulado por un rígido determinismo. En el lienzo de la realidad está plasmado el presente que es pasado y el futuro que no existe, de manera que quienes aprendan a leerlo se romperán la cabeza, pero podrán interpretarlo.
Aun sin entrar en detalles es posible afirmar que un minucioso estudio matemático del movimiento determinista nos permite ver el tiempo como un factor impredecible y siempre nuevo.
De ahí la frase de Heráclito: “Nadie puede pisar dos veces el mismo río”.
Este cauce universal arrastra algunas formas reconocibles que podemos pescar y jalar hacia las orillas del arte o de la ciencia. A fin de cuentas esto es lo que hace nuestra mente, pescar mediante la memoria trozos reconocibles del cauce temporal y almacenarlos en nuestro propio desorden. Algo similar propone la teoría de las catástrofes.
Desde su punto de vista, cúspides, vértices, ombligos, rizomas, lanzas, óvalos, todas esas formas surgen de sistemas dinámicos particulares y el genuino creador las reconocerá mientras fluyen en el espacio–tiempo, aun cuando no pueda explicar por qué aparecieron ni predecir su próxima ocurrencia.
Son formas en vilo.
Sin embargo, la geometría desempeña un papel menos importante en esta teoría de las catástrofes que en las cosmologías de Newton y Einstein, pues no se supone que deba de proporcionar un modelo detallado del universo físico. A lo más, ofrece un marco de referencia, facilitándonos enfrentar ciertas situaciones complejas, como la aparición recurrente de las formas espirales en la naturaleza viva.
De hecho, las matemáticas oscilan entre dos concepciones distintas del tiempo. Una se apoya en una idea totalizadora que la geometría expresa de manera muy clara y se refleja en una tendencia estética modernista, propia del siglo XX. El presente conlleva tanto el pasado como el futuro, no importa cuán distantes se hallen, al igual que hacen las galaxias más lejanas, pues nos hacen sentir su presencia mediante la atracción gravitacional que ejercen sobre las moléculas en la Tierra.
Para la segunda concepción matemática, el tiempo no es sino una serie de sucesos evanescentes, que acontecen en forma apresurada y casi independiente uno del otro. Los rastros del pasado desaparecen a cada momento y cada nuevo instante trae consigo algo nuevo.
Empero, la verdadera naturaleza del tiempo evade la lente de los matemáticos, al igual que la de los artistas visuales. Unos y otros tratan de expresar, ya en el lenguaje de números, ya en el de imágenes, la tensión entre ambas concepciones, pues han descubierto que en el rígido determinismo del espacio–tiempo existe una enorme variedad de posibilidades para elegir a pequeña escala.