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jueves, noviembre 21, 2024

Retrato de mi abuelo con bastón

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Veo una foto de mi abuelo. Me está cargando en brazos. Mis primos posan para el fotógrafo sentados afuera de su casona de la calle Morelos. Él sonríe. Se ve fuerte. Yo tengo unos meses de nacido. Mis primos observan atónitos la cámara de fotos. Unos sonríen. Otros se ven extremadamente serios. Yo me solazo en los brazos de mi abuelo. 

Veo otra foto: mi madre, guapísima, de negro (acababa de morir mi abuelo Ofir), me carga mientras mi abuelo Sandalio me hace gracias. En otra más está mi tía Coquis también guapísima, también de luto, afuera de la casa de Morelos número 28. 

 ¿Cuándo conocí a don Sandalio? Seguramente en esa fecha (1956), aunque el primer recuerdo que tengo de él es cuando a los 11 años le llevé un periodiquito que hacía en la ciudad de México: El Pájaro Madrugador. Cuatro páginas apenas. Papel bond amarillo. Letras de Olivetti o Remington. Apuntes sobre la navidad y una entrevista con un exboxeador: Jorge Ceja. 

Mi abuelo, metido en su tercera embolia, me abrazó largamente y balbuceó algunas palabras que mi abuelita Aurorita tradujo con fidelidad: “Dice que está muy orgulloso de ti”. Volteé a verlo y me di cuenta que estaba llorando. Me acerqué a la mejilla y lo llené de besos. Su barba rala, canosa, me picaba, pero la felicidad era mayor que todo. 

También recuerdo a mi abuelo caminando por el corredor de su casa con el bastón en la mano y un gesto de reflexión. 

Así lo veo cada vez que alguien habla de él. Caminando, lentamente, pero caminando siempre. 

El pasado 31 de enero, mi abuelo cumplió 49 años de muerto. Es un decir: en realidad sigue vivo gracias a su obra.  

Don Sandalio era lo que se dice madrugador. A las 5 y media de la mañana se levantaba y tras bañarse se ponía a caminar por el añoso corredor de su casa. A las 7 de la mañana se sentaba a desayunar con toda la familia. Luego se iba a trabajar a la Recaudación. Regresaba a comer a la una de la tarde. Entonces platicaba con sus hijos. Uno por uno tenían que contarle cómo les había ido en la escuela. 

A las 3 de la tarde, don Sandalio volvía a la oficina, de la que salía a las 6 o a las 7 de la noche. Entonces se metía en su estudio a leer y a escribir. Horas enteras duraba esa operación. 

Y no dejaba que nadie lo interrumpiera. Concentrado en su Remington antigua, preparaba, poco a poco, lo que sería su obra fundamental: la historia de su pueblo. Rodeado de sus libros (tenía cinco mil volúmenes), metido en documentos y papeles, fue haciendo la historia de Huauchinango y la región. Todo le interesaba: todo lo investigaba. Charlaba con ancianos, se metía en los archivos municipales, extraía datos curiosos. Juntaba, pues, las piezas de la trama. 

Y esa tarea le llevó años enteros. Años de luces y sombras. Años de privaciones y pasiones. Años de ciencia y paciencia. 

Esa disciplina también le forjó un carácter. Y más: le ganó el respeto de los suyos. Su buena fama pública lo acercó a gente brillante. Dos nombres: don Alfonso Cravioto, el creador de la revista Savia Moderna, y el profesor Roberto Quirós Martínez. El primero fue quien lo recomendó con éxito en la Academia Nacional de Historia y Geografía, de la que fue miembro destacado. El segundo, en tanto, lo acompañó por años en su aventura intelectual. 

Fueron días de asombro y debates. Días de disciplina y entereza. No podía ser de otra manera. Y es que don Sandalio había sido tocado por el conocimiento y la pasión intelectual. 

Lector agudo, se volvió un solitario. ¿La razón? Con pocos, poquísimos, podía hablar de historia y literatura. No obstante, jamás perdió su buen humor y acompañado de su familia entera se iba los domingos a sus célebres días de campo.  

En lo político, don Sandalio fue también un solitario. Enemigo de los mentirosos y los corruptos, perseguía el sueño de la razón. Eso lo llevó a equivocarse en ocasiones (ya se sabe: los sueños de la razón engendran monstruos). Más por idealismo que por otra cosa se afilió al Partido Fascista Mexicano. Como Ezra Pound, el poeta estadounidense que iluminó las letras en los años veinte, creyó en ideales extravagantes. Seguramente cuando vio el horror de la guerra, descreyó de ellos. 

Una anécdota lo pinta de pies a cabeza: en el marco de unas elecciones, don Sandalio tomó una boleta y dijo para sí: “yo voto por mí porque soy el más honesto”. Irritados por su razonamiento, don Alberto Jiménez Valderrábano y don Agustín Gil le pidieron al recaudador de rentas que lo corriera. Para entonces, don Sandalio estaba por jubilarse. Gracias al licenciado Armando Romano, su amigo, la jubilación se impuso al despido fulminante. 

A sus muchas habilidades sumó el gusto por la música. Y, además de la armónica, tocaba la mandolina y la flauta. Ya adulto, aprendió náhuatl y fue articulista de varios diarios: Excélsior (entre 1923 y 1957), El Universal (entre 1931 y 1935), El Sol de Puebla (1958), el Occidente de Guadalajara (1932), La Opinión de Los Ángeles, El Dictamen de Veracruz y La Voz de la Sierra. 

Justo cuando estaba escribiendo Huauchinango Histórico, una embolia lo sorprendió y lo mandó al hospital. Estaba comiendo cuando eso ocurrió. Cuando la segunda embolia llegó a su vida, tuvo miedo de fallecer. Entonces dijo: “Si muero pongan el libro que estoy escribiendo en el féretro”. Pero eso no ocurrió, pues una vez más logró recuperarse y concluyó sus dos tomos. 

Tras la publicación de su obra en la editorial Cajica, de Puebla, la celebridad llegó a su vida. De todas partes del país y del extranjero llegaban a verlo todo tipo de estudiosos. Él ya no lo supo, pero con el tiempo decenas de tesis universitarias se han inspirado en su obra. 

Hoy, sigue estando en las más diversas conversaciones. Él, que tanto cultivó el arte de la conversación, sería feliz de saberlo. 

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