El elogio es el fármaco de los políticos.
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En un país arcaico se hace escuchar una sola voz. Se amplifica; hoy con redes sociales, con seguidores a modo de una república digital de bots. ¡Ah, los políticos adoran a los bots!
La matraca digital.
La estimulación del clientelismo.
La voracidad de que el discurso que vale es el mío.
“Y, vamos a pagar unas granjas”, repite el asesor después de hablar durante 5 minutos sobre las maravillas de una granja.
Antes era una sola voz la que se escuchaba; era la de los que prometían el paraíso si se privatizaba todo.
Los que prometieron el paraíso si se abría el país al libre comercio.
Hoy las promesas del paraíso se repiten con otras historias.
Y así como en el pasado reciente se abucheaba a las voces en contra del paraíso, hoy también se abuchea a las voces en contra del paraíso.
La política castiga, como las viejas religiones, al hereje, a quien disiente del canon; a quien trasgrede en el orden de las creencias la creencia hegemónica.
En un país arcaico sólo el monarca otorga la libertad.
Él autoriza o desautoriza las creencias.
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El neoliberalismo persiste. No desaparece. Tiene distintas máscaras.
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La política es otra de las formas en que se presenta la comunicación.
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El político es el que conoce las pasiones de los hombres; los equilibra o los altera.
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El país va y viene.
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El país o la ciudad es moderna o anticuada cuando alguien se apropia de la voz, y todo debate se transforma en un rechazo o aceptación a un personaje ficticio o real, más ficticio y por eso real de la vida política.
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Un país o una ciudad de sentimientos.
Que el pueblo sienta, sentir por decreto.
Sienta odio.
Sienta felicidad.
Sienta felicidad y lealtad al Yo supremo.
No leas indicadores.
No leas evaluaciones.
Sólo siente la transformación del país.
Tus sentimientos no se equivocan porque son tuyos.
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El país es mi-yo.
L´Etat c´est moi.
¿Pueden existir aseveraciones más anti-democráticas?
Este yo palaciego desvía todas las agendas.
Acapara la ausencia de ideas.
Es un hoyo negro para la pluralidad y la argumentación.
La propaganda.
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“Dios me escrituró un establo y los veneros de petróleo el diablo”.
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¿Cómo se produce la verdad?
¿Cuáles son los mecanismos para declarar la verdad?
El que declara la verdad desde el poder la vuelve verdadera.
Hay algo en ese él que la hace verdad.
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Los palacios enferman a los demócratas.
Cuando un demócrata se pierde en los vericuetos de las luchas palaciegas, de sus recovecos, de los escondites del palacio, se pierde.
Cuando un demócrata hace que los demás (el pueblo, sus iguales) lo aguarden en una antesala infinita, ejerce su poder, pero no es el poder de la democracia sino de la monarquía.
Caminar por los pasillos de un palacio para llegar al monarca era una geografía del poder.
El poder ejerce esa fascinación. Genera la ilusión de la grandeza, a través de pequeñas prácticas cotidianas; de la larga espera, de los secretarios privados, del séquito de particulares, guaruras, choferes, etc.
El demócrata se vuelve inaccesible.
El demócrata mira la realidad a través de los filtros palaciegos.
Del “Sí, señor, cómo usted diga. Sí, señor, usted maneja muy bien el tema. Sí, señor, el pueblo lo quiere”.
Se asoma desde su balcón de palacio. Y se siente en el centro imaginario de la historia.
A través de los vitrales o a través del balcón desde esa distancia soberana y monárquica observa al pueblo.
El monarca ha dejado ser del pueblo.
Para volverse el súbdito del palacio, de algún palacio, del palacio mental desde donde construye todas las escenografías.
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El país es arcaico cuando los opositores de hoy son los aplaudidores de ayer. O viceversa, cuando los aplaudidores de hoy eran los opositores de ayer. Porque solamente se trata de un cambio de funciones en un circo esperpéntico.
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El PRI no desaparece sólo se transforma.
El PRI no desaparece sólo se mimetiza.
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