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viernes, noviembre 22, 2024

Dialogando con JEP

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En uno de sus Inventarios, para ser más precisos, de 1977, José Emilio Pacheco, el más grande hombre de letras que ha dado nuestro país, a mi juicio, reflexionaba sobre la década —para él las décadas empezaban o terminaban siempre extracronológicamente—, y sobre todo decía que los sesenta estaban tan muertos que se podía escribir libros de memorias. El que JEP reseña es Loose Change: Three Women of the Sixties, de Sara Davison.

Escribe José Emilio: “Las canciones felices de los Beatles se escuchan donde quiera y a toda hora. Un amigo le dice a Sara que suenan aún más increíbles cuando se fuma mota. Todos leen libros de autores negros: James Baldwin, Ralph Ellison. Sara se va a Columbia University y se entera por The New York Times de los ‘sit-ins’ en Berkeley y el Free Speech Movement. Ella recibe su primer encargo periodístico: un reportaje sobre los nuevos grupos políticos estudiantiles.”

Yo nací en 1966 así que mi horóscopo histórico y literario —algo que le encantaba también a JEP— tiene mucho de ese DNA revolucionario, pero también de las muertes de Martin Luther King y de Robert Keneddy, y la brutalidad policiaca en Chicago. Nací cuando murió André Bretón, algo significará en esa carta astral literaria.

José Emilio es muy crítico —siempre— y no deja títere con cabeza, por eso cita la crítica de Erica Jong, en el New York Times: “¿Cómo le hace Norteamérica para engullir revoluciones incipientes, volver momentáneamente famosos a sus líderes en la portada de Time y luego arrojarlos en el bote de la basura en compañía de cascos desechables, latas de aerosol y otros despojos que no pueden reciclarse? ¿Por qué nuestros revolucionarios más apasionados (izquierdistas, negros o feministas) finalmente abandonan su esperanza de cambiar al país y se vuelven hacia la meditación yoga, budismo, segundo nacimiento cristiano o sufí? ¿Por qué Norteamérica es la tierra de las esperanzas más extravagantes y las desilusiones más profundas? ¿Realmente tienen los medios de comunicación masiva el poder de trivializar y por tanto destruir todo movimiento social importante, o sólo nos parece que lo tienen? Los cambios ¿están ocurriendo de verdad en un nivel profundo?”.

Yo, que vivo en Estados Unidos desde hace 14 años me hago la misma pregunta que Jong, ¿cómo es que este país engulle lo mejor de sí mismo y lo deglute sin piedad? He visto lo que fue Obama, como esperanza (Yes, we can, como lema), pero he visto también la llegada de Trump justo después de sus dos periodos. He visto el progreso de la cultura de la identidad con respecto a las personas Transgénero, y he contemplado el brutal retroceso de Roe vrs Wade tirado por la Suprema Corte, regresando los derechos civiles y humanos 50 años. He visto la brutalidad policiaca contra George Floyd y en el estado en el que vivo, Massachussets, a pesar de su liberalidad. He visto lo que ese brutal asesinato provocó y cómo una vez que Floyd fue celebridad post-mortem, dejó de significar, o como dice Jong, se volvió desechable. Quizá es la consecuencia del capitalismo salvaje, final, que todo lo convierte en basura. A diferencia de José Emilio, cuya amistad de varias décadas me honra, yo no vine una vez al año, por un trimestre, me quedé aquí en una nueva casa, Tufts, donde me honraron con ser el nuevo Fletcher Professor of Oratory. Quizá es que donde vivo es la nueva Alejandría —más saber y libros, e intelectualidad por metro cuadrado no hay en ningún lugar del mundo como en Boston—, pero algo me hace falta, algo extraño.

¿Qué es eso que echo en falta, que no tengo? ¿Más allá de la banalidad de lo cotidiano, la comida, los abrazos, la familia? ¿Por qué JEP nunca se quedó más de un trimestre anual en Maryland? No es por supuesto la democracia adolescente de mi país, de la que, escrito tanto, ni mi poblano domicilio que llamaba algo pomposamente Héctor Azar. Es la ingente producción literaria, teatral, musical, me pregunto. No, porque los libros de todos ellos —sobre todo ellas— me llegan y los leo con cuidado, una lección de mi querido Carlos Fuentes, que así se mantenía vivo y joven. Regreso varias veces al año a ver a mi madre, así que tampoco puede ser esa parte de mí que aún vive —en la progenie— en mi ciudad natal.

Quizá es que aquí el 91 por ciento de los libros que se publican han sido escritos originalmente en inglés. El 9 por cierto restante es para nosotros, quienes de todos los otros idiomas del orbe escribimos en nuestras lenguas vernáculas. Esta, la lingua franca de la modernidad tardía, es nuestro sino. Traducir es sobrevivir, piensan muchos allá en México. Les digo, desde acá, para terminar este diálogo con mi querido José Emilio, que no significa nada. Sus libros no están, no existen, no están en las librerías de cadena y en las indi también desaparecen en menos de dos semanas. Cuando en Instagram o en Facebook publican que han sido editados en inglés no deja —salvo contados casos, de veras contadísimos— de producirme una cierta desazón. Es polvo, es sombra, es nada, como decía Sor Juana. De verdad. En este país no existimos, aunque vivamos. JEP era más sabio. Terminaba su tiempo —casi siempre la primavera, un oxímoron— y en mayo estaba de regreso en México, hasta el siguiente enero. Leyó aquí la obra entera de Cossio Villegas. Me decía, en una vieja plática: “así me entretengo en las largas noches de invierno, entre clase y clase. Lo demás es silencio”.

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