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lunes, abril 29, 2024

¡Ay, Carmela! (historia de una infidelidad)

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Carmela, la del 25, tomó la mano de mi hermano Ofir y tuve unos celos primitivos.  

No recordaba algo similar. Carmela me había coqueteado en varias ocasiones a espaldas de mi hermano y jamás imaginé que jugara con los dos. Veíamos televisión. Era un domingo por la noche. Su cola de caballo lucía perfecta. Su madre la cepillaba con orgullo y luego la cubría de laca Vanart. Siempre estaba impecable.  

Ese fleco era una especie de patrimonio familiar. Su madre, doña Carmen, lo seguía usando, al igual que las hermanas mayores de Carmela. Pero esas tradiciones llegaban al clímax en ella. 

Ofir estaba a su izquierda. Yo, a su derecha. Ella, ahora entiendo todo, nos gobernaba desde el centro. De reojo, mientras esperaba el asalto de su suave mano, vi cómo tocaba la de él. La reacción de éste fue nerviosa. Tosió dos o tres veces, se puso rojo, tembló ligeramente, pero aceptó el regalo que los dioses le ofrecían. Ese mismo regalo me había sido dado una semana atrás en la misma sala de Carmela. Los tres también veíamos la televisión ese domingo por la noche. El lugar olía a laca. Carmela reinaba (y al hacerlo, nos dominaba) desde su lugar en el centro. Tocó mi mano, y algo en mí se movió para siempre. Fue una mezcla de vértigo y desmayo. Tuve una erección discreta, pero cruda. 

Cuando mi hermano y yo conocimos a Carmela nos enamoramos de ella. Al día siguiente, él decretó que ya era su novia. Le pedí pruebas. Todo lo apostó a una frase: “nos besamos”. Cuando ella bajaba del departamento 25 al 17 —donde nosotros vivíamos— el tiempo se detenía. Él hacía todo por parecer que, en efecto, eran novios. Yo, por respeto, me sometí a ese escenario. No dije nada. Estaba dicho que no debía decir nada. 

Cuando ese domingo por la noche Carmela tocó mi mano, supe que mi hermano mentía. No daba crédito a que, si era su novia, ella invadiera un territorio vetado por la moral judeocristiana. Toda la semana volé en silencio. A nadie le dije lo que había pasado. Sólo esperaba el beso que sellara ese amor. Carmela estuvo ausente toda la semana. Reapareció, tan hermosa como siempre, la mañana del domingo. Y lo hizo para invitarnos a su casa a las siete de la noche. Ambos subimos eufóricos. Y así nos mantuvimos hasta que Carmela tocó la mano de mi hermano. 

Algo en mí se rompió a la altura del esternón. Todo el tiempo que estuvimos ahí permanecieron tomados de la mano. Me pregunté qué había hecho para que todo se acabara. Imaginé que a mi espalda se habían visto y besado. No había forma de saberlo, aunque —de haber sido así— Ofir habría dado muestras de una felicidad que no tenía.  

Triste, marginado, me despedí de Carmela. Ofir hizo lo mismo desde una alegría inédita en él. Bajé los escalones, en silencio, con las manos metidas en las bolsas del pantalón. Escuchar la crónica de lo que había pasado fue demasiado para mí. 

Ante el desplante de Carmela, opté por hacerme novio de Martha de la Mora Castillo, la del 13, y de Araceli, enemiga a muerte de Martha. También tuve escarceos con Blanca, la del 26, que una tarde de lluvia se peleó por mí con Martha.  

Olvidé decir que cuando mi hermano y yo fuimos víctimas de Carmela, él andaba en los siete años, yo en los ocho, y Carmela en los seis. En la televisión Admiral de ella veíamos Teatro Fantástico, de Enrique Alonso Cachirulo. 

¿Qué fue de Carmela? Jamás lo supimos. Ella y su familia se mudaron cuando Nico, el muchacho que ayudaba a su familia en los quehaceres domésticos, se creyó Supermán y se lanzó desde el cuarto piso para ganarse el amor de Carmela. Terminó destrozado en la planta baja. 

Todos —oh, sí— tenemos nuestra propia batalla en el desierto. 

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