Jorge Ibargüengoitia cuenta en alguna parte que un día salió de su casa de Coyoacán francamente desesperado y sin un peso en la bolsa. Tras caminar dos cuadras, se topó con un amigo al que tenía veinte años de no ver.
—¡Jorge! ¡Carajo! Años sin verte. Te leo en Excélsior cada semana. Y tengo todos tus libros.
La respuesta de Ibargüengoitia fue brutal. En lugar de saludarlo, le soltó a rajatabla una frase en forma de pregunta, de imploración:
—¿Tendrás diez pesos que me prestes?
La escena transcurría en el México de los años setenta, cuando diez pesos no eran diez pesos solamente. Con ese dinero se le podía pagar a un plomero para que arreglara una fuga de agua, cosa muy común en las viejas casonas de Coyoacán.
Cada vez que alguien me pide prestado pienso en Ibargüengoitia y en su amigo. Tengo una amiga, por ejemplo, que cada vez que me escribe es monotemática. Empieza por decirme, vía Messenger, “buenos días”.
Luego le sigue un “espero que tengas un lindo día”.
Es ahí cuando viene el sablazo:
“Préstame quince mil pesos!”.
O una de dos: cree que vivo en jauja o mi fama de pendejo ya se corrió por todos lados.
Imagino el diálogo:
—¡Tengo un amigo pendejo que presta dinero y no te cobra!
—¡Preséntamelo!
Esta amiga empezó por pedirme cantidades pequeñas. Algunas, bastante ridículas.
“Préstame cincuenta pesos y te los pago en la quincena”, me dijo la primera vez.
Mi respuesta fue generosa: “¿Para qué te sirven cincuenta pesos? Jajaja. Te mando mil quinientos. Y no me debes nada”.
Eso bastó para que se abriera la válvula. La siguiente petición se dio una semana después. La cantidad empezó a aumentar peligrosamente:
—Préstame cinco mil pesos y te los pago en la quincena.
Esta vez no caí fácilmente. Pero días después, un remordimiento de los que asaltaban a Raskolnikof —protagonista de Crimen y Castigo, de Dostoyevki— me llevó a enviarle los cinco mil pesos y una posdata: “No me debes nada”.
Pensé que esta frase era un guiño semejante a “te doy este dinero, pero ya no me vuelvas a pedir nada, por favor”. Fue inútil. Tres meses después volvió al ataque con la fórmula antes referida:
“Buenos días… Espero que tengas un lindo día… Préstame quince mil pesos y te los pago en la quincena”. No respondí. Y cuando el remordimiento me asaltaba, tomaba pastillas para dormir. Volvió al ataque al otro día.
“¡Es una urgencia! Préstame treinta mil pesos y te juro que jamás te vuelvo a molestar”. Como era época de Navidad, el Santa Claus que nos habita en esos días terminó por imponerse. No le mandé los treinta solicitados. Le envié diez mil y una, reiterada, posdata: “No me debes nada. ¡Feliz Navidad!”.
Ni siquiera me deseó Feliz Año o felices fiestas. Tomó el dinero y desapareció una temporada. Hace poco, sin pena de por medio, reinició las hostilidades: “Buenos días… Espero que tengas un lindo día… Préstame quince mil pesos”. Noté un giro en su estrategia. Ya no prometía pagármelos en la quincena. Fue entonces cuando imaginé cierto diálogo que me tenía a mí como protagonista:
—¡Tengo un amigo pendejo que presta dinero y no te cobra!
—¡Preséntamelo!