A diferencia de muchas personas que ya saben por quién votarán en las próximas elecciones, yo estoy indeciso: mi voto está en el aire. Y eso, como a cualquier ciudadano responsable y comprometido con el futuro de la nación, me conflictúa. Me desafía. Será la elección más grande de la historia. Ni más, ni menos.
Afortunadamente han comenzado las campañas y, por fin, los ciudadanos conoceremos las intenciones de quienes están dispuestos a sacrificarse para asumir humildemente nuestro mandato, para representarnos dignamente, para ser nuestra voz en la tribuna. Estoy seguro de que en la medida en que presenten las estrategias para cumplir sus promesas, tendré elementos para decidir la marca que dejaré en la boleta.
Desde que recuerdo me gustan las campañas políticas, aunque en los últimos años han cambiado, incluyendo debates, limitándose en el tiempo, migrando a las redes sociales. En las imágenes de mi lejana infancia, las campañas tenían un aire de carnaval; sucedían en la liminalidad propia de los ritos de paso, al margen de las preocupaciones cotidianas, en un tiempo extraordinario donde la gente podía disfrazarse de obrero o campesino, usar máscaras, presumir sus raíces, saludar de mano, besar y abrazar a los desconocidos, cantar rancheras, bailar cumbias, perorar por horas bajo el rayo del sol, agitar banderas en un ambiente festivo, casi mágico, entre vítores, vivas y frases absurdas e irrealizables pero bonitas.
Cosa más bella y espontánea que las campañas políticas no hay. No existe. Aunque las malas lenguas se empeñen en decir que detrás del fervor y la fiesta popular hay acarreos e incentivos como la torta, el jugo y el billetito. Aseveración del todo falsa, el gusto por el mitote está en la esencia de la mexicanidad. Aseveración falsa, sin duda, porque es bien sabido que esas acciones constituyen delitos electorales y nadie que busque el poder se atrevería a torcer la ley. Aseveración falsa de toda falsedad porque además de improbable, la manipulación contradice la elegancia de la clase dirigente que no se permitiría hacer algo mal visto.
Sin embargo, cuenta la leyenda que hubo tiempos en los que los políticos hacían cualquier cosa para obtener el respaldo del electorado. Los muy perversos se especializaron en decir lo que la gente quería escuchar. El político se convirtió en el mentiroso por antonomasia. La política llegó a ser, en aquellos días, sinónimo del engaño y la manipulación. La traición fue moneda corriente. El discurso no era otra cosa que prometer y prometer hasta meter…
Ya no. Esos políticos están muertos o administrando sus negocios, se fueron al basurero de la historia o se cambiaron de partido. Hoy son otras y otros. Diferentes. Hoy son personas honorables, honestas y auténticas las que buscan el poder. Hoy, precisamente por eso, es difícil decidir. Porque, entre tanta inteligencia, no se sabe quién tiene mayor capacidad para resolver problemas sociales complejos con soluciones simples y definitivas. Hoy la belleza y la beatitud suben juntas al estrado y no solo desean la paz del mundo, la traen.
¿Verdad que no está fácil? Si tan solo tuvieran un defecto, si hablaran de sus ambiciones, si asumieran algún error de juventud, si reconocieran algún límite que los hiciera parecer humanos, si aceptaran que le van a fallar al pueblo, aunque sea nada más tantito, sería más fácil decidir por quién votar. Caray.