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jueves, noviembre 21, 2024

Entre fumarola y otoños perdidos

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Los otoños en Salamanca son particulares. La gente pasea por las plazoletas.  

La tradición española de “salir por una tapa” se combina con la impaciente cultura de las cañas y el vino rioja en las terrazas. Un deguste sutil de sabores regionales en la misma geografía.  

Concéntrico placer inmediato.  

El viento se roba las páginas de los libros. 

Debido a que es una ciudad de tráfico indispensable de estudiantes desde hace tres siglos. El aire intelectual suspira por las calles. Rememorando la historia mítica que desvela la poesía de Cervantes, Quevedo, Lope de Vega, Bécquer, Unamuno. Incluso los pensamientos congénitos de Beatriz Galindo y Ortega y Gasset.  

La estatua de Fray Luis de León sacude las aves de temporada, con el estilo de sus últimas y primeras palabras, desafiando la ventisca parroquial del otoño en turno.  

Los estudiantes extranjeros revolotean entre arbustos arrogantes que contienen un rayo de sol.  

La misión: sentirse como en casa.  

Si caminas por la calle de Libreros hacia el poniente, encuentras la Catedral. Si es un otoño amigable por la mañana, los altos relieves de la estructura sobrepasan la comprensión.  

Conforme pasa el tiempo. El rostro de la catedral, es decir su fachada, cambia de color. Es como si se ruborizara gradualmente.  

El sol camina y la Catedral convierte los sepias en cálidos robustos, luego alguna nube pinta la sombra, cristianiza los planos en tridimensiones.  

Si algo se puede leer del tiempo en Salamanca, son las señales de la Catedral con sus gradaciones tonales.   

La cantera de Villa Mayor, piedra con la que fue construida casi toda la ciudad, tiene la capacidad de cambiar de humor en cuestión de segundos. Como lo hace cualquier castellano de la provincia céntrica de Castilla y León.  

El humor y sus permutas son como las estaciones: abruptas, impositivas, determinantes y objetivas. A diferencia del carácter de otros mares, quienes nos acostumbramos a los dotes de una primavera eterna.  

Una vez al año, o casi todos los años, las arenas de Sahara visitan Salamanca. Nublan el olfato, pintan como acuarela el cielo. Marchan por cada rincón, enmudeciendo las voces contemporáneas para simular una fotografía más antigua, que combina mejor con los rostros de los veteranos.  

En Puebla tenemos vientos distintos. El volcán Popocatépetl es el dueño de los rascacielos. El gris invade con historias milenarias. Las ofrendas se reavivan en las faldas del cerro. Don Goyo nos recuerda entre privilegios y peligros, la importancia de las entidades desvirtuadas que solemos llamar: Naturaleza.  

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