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jueves, noviembre 21, 2024

Los machos de la aldea (usos y costumbres)

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Don Chucho era chofer de un ADO. Estaba casado con la señora Lilia. Él tenía varias amantes en sus diversas rutas. A todas les pegaba. También a doña Lilia, quien llegaba a veces a la casa con el ojo y los brazos morados. 

Mi mamá lloraba con ella, le ponía fomentos de árnica y le leía el café turco. Don Chucho era —así lo decía siempre— el campeón del edificio en el que vivíamos: sur 81 número 425 en la colonia Lorenzo Boturini. Por supuesto: en el viejo Distrito Federal. Ellos vivían en el 16. Nosotros en el 17. 

En el departamento 5 vivía Juana, a quien Tino, el del 9, se la llevaba algunas noches a la azotea. Nosotros veíamos el sexo rápido que tenían en la jaula de ropa de doña Socorro. Tino sabía que lo espiábamos, y lo disfrutaba doblemente. Juana era un sueño recurrente en nuestros días de niño. Tino, que era mormón, no la bajaba de prostituta. 

La señora Carmelina vivía en el 7. Su esposo casi nunca estaba. Y cuando llegaba, regañaba a Fabiola, su hija, y le pegaba a ella. Se quitaba el cinturón y se le iba encima. En ese ritual vivimos los años sesenta. 

Los setenta no fueron distintos. En todos lados se nota esa superioridad impuesta por el macho mexicano sobre su mujer. Incluso en las parejas cultas o leídas. Él es siempre el señor de la casa. Y tiene todas las ganancias porque disfruta su derecho de pernada. O algo parecido. Las mujeres —esa clase de mujeres sojuzgadas— son dominadas por la mirada de sus hombres. 

Llegan con ellos a los restaurantes en pleno siglo XXI y no tienen derecho a pedir ni siquiera el vino de su preferencia. El hombre es el dueño de la mesa, y de la mujer que hay en la mesa. En consecuencia, actúa. 

Pepe Pérez Peluquero tenía el salero a la mano, pero siempre le gritaba a su mujer para que se lo pasara. Y eso lo hacía delante de todos. 

—¡Ay, Pepe, ahí lo tienes! —reprochaba ella. 

—¡Es una orden! ¡Dámelo, carajo! 

Ella se levantaba, rodeaba la mesa y le daba el salero en la mano. En todos los chistes, ella era el objeto del sarcasmo. Todos reíamos. Así tenía que ser. Así entendíamos que era nuestro papel entonces. La esposa de Pepe Pérez Peluquero también reía al principio. Después lloraba en el hombro de mi mamá, quien también le dio en su momento fomentos de árnica y le leyó el café turco. 

Otro tío contaba que había ido con su esposa al mismo hotel en Veracruz en el que pasaron su luna de miel veinticinco años atrás. 

Ay, flaco, ¿te acuerdas qué vergüenza tenía yo la primera vez que entramos aquí?” —imitaba mi tío la voz de mi tía. 

—Sí. Ahora el de la vergüenza soy yo —remataba entre las risas de todos. Era lo normal. Sigue siendo lo normal. Así nos educaron. Así crecimos. 

Algunos de mis amigos tienen sus “nalgonas”. Y las presumen a la menor oportunidad. 

—¿Dónde andas, compañero? 

—¡Estoy con una nalgona que me conseguí en la oficina! 

Hace algún tiempo vi en Netflix la primera temporada de la serie sobre Roberto Palazuelos. Es un homenaje a este México del que hablo. Palazuelos se regocija en una supuesta seducción que no es sino su parodia. No sabe que el productor y el director se están burlando de él. Está convencido de que es un homenaje. Queda exhibido al final en toda su miseria. Pero el hoy candidato de Movimiento Ciudadano lo ignora. Y cree, insiste, en que es un homenaje. 

En una escena, un tipo al que le dicen Potrillo —porque se parece al cantante Alejandro Fernández— le dice a otro en la antesala de una fiesta en Acapulco: 

“Aquí se trata de ver qué vieja se apendeja primero para cogértela. Suerte, bro”. 

Y todavía nos preguntamos en qué momento se quebró este país. 

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