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jueves, noviembre 21, 2024

Una temporada en el Caribe

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Llegué al Caribe mexicano en el año 2017. 

Como la mayoría de jóvenes posmodernos, sentí la necesidad de escapar, cual ave migratoria para no perder la oportunidad de vivir en una playa. Que es casi lo mismo que el Sueño Americano. 

Antes de que me desencantaran las oleadas de inmigrantes argentinos que pululan en el Caribe y que notara que no existen muchas bibliotecas en “Cantina Roo” como creí, o por lo menos con la misma intensidad a la que estoy acostumbrada. Imaginé que aprender la lengua Maya beneficiaría la estadía.  

Así que decidí quedarme por lo menos un año, del cual aguanté solo seis meses.  

 

-Puerto Morelos, 2017- 

Estoy escribiendo sentada en una banca. 

Escuchando los sonidos de madrugada que hacen las palmeras. 

El viento sopla de noche y sobre todo cuando hay Luna llena.  

Presiento que la marea recobra vida a estas horas, pues nadie estorba en su profundo latido.  

Allá, a lo lejos, se esconde la inmensidad colorida, el arrecife Puerto Morelos. Uno de los más grandes del mundo, eso significa que me encuentro cerca de otro mundo, no lo había imaginado.  

Durante mi última huida, decidí soltar varios caprichos, de esos caprichos que se adquieren con los años. ¿Para qué?, para venir aquí, a este sitio tan quieto como mis pensamientos.  

Puerto Morelos se caracterizaba por ser un lugar sereno. Cuentan que hace más de cien años ha sido poblado. 

Con el paso de los días, los pescadores se convirtieron en marineros, los chicleros que fundaron Leona Vicario ahora se convirtieron en trabajadores de hoteles cinco estrellas.  

Cuenta la leyenda callejera que en Leona Vicario, un poblado a 30 kilómetros del puerto, se encontraban únicamente hombres que sacaban resina de un árbol mexicano llamado chicozapote, de este árbol sacan el chicle o la goma de mascar.  

Sucede que hace cien años los trabajadores formaron campamentos improvisados para trabajar por temporadas. Los chicleros venían de todo el país, única y exclusivamente a trabajar con machete sobre la selva.  

Buscaban el árbol de chicozapote, que para ese entonces no era muy difícil de encontrar. Al rajarlo con algunos machetazos recibían cual néctar de los dioses, un líquido blanco que sostenían y acumulaban en bolsas, para después ser cuidadosamente cocinado y enviado al Puerto para su exportación.  

Hoy en día no queda ni un solo árbol, las mariposas zigzagueantes detuvieron el vuelo y quebrantaron sus colores, ya no posarán en el chicozapote para extraer las delicias de la selva, el tigre no podrá rascar su espalda sobre este árbol, los tejones no dormirán en sus brazos.  

Las leyendas Mayas se desbaratan lentamente, como la brisa desbarata la vernácula tradición. 

De aquellos chicleros que fundaron el poblado o antiguo campamento de Leona Vicario hace más de 50 años, sólo queda uno.  

La vida es dura, sobre todo cuando se vive latentemente en la naturaleza.  

Aquellos campamentos en donde sólo se vivía para trabajar la explotación del chicozapote ahora se han convertido en hoteles cinco estrellas.  

Siguen llegando viajeros, ahora internacionales, se siguen instalando, formando una especie de campamento, encerrados ahora en las cuatro paredes de hoteles de lujo para extraer el capital al turista.  

El chicozapote desapareció, pero la fama del Puerto se divulgó por todo el mundo. 

El trayecto que lleva a Leona Vicario, desde el puerto se ha enmudecido.  

Crearon una carretera infinita que complace a otros extranjeros, quienes han comprado las tierras.  

En sus casas cada uno tiene un cenote que pueden explotar libremente.  

Los mexicanos se quedaron sin chicozapote, pero ahora, son turistas en sus propias tierras.  

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