Antes no, era no, y te jodías. Es más; con una caída de ojos o una frase velada, papá o mamá nos anticipaban su desaprobación.
El clásico “hablamos en la casa” significaba: no te puedo agarrar a cintarazos ahora, pero ve preparando tu trasero, chamaco pelado. O el otro clásico “lo que diga tu madre” significaba que mejor ni insistieras, porque la señora era, en el mejor de los casos, su cómplice.
La figura paterna, imponía. La materna quizás era más generosa. Era, por decirlo de alguna manera, la negociadora, la intermediaria (en caso de que lo pedido por el mocoso no fuera un completo despropósito).
Recuerdo con amargura que en el año 1997, cuando tenía catorce años, mi hermano salió de prepa y la escuela organizó una excursión a Acapulco para festejar a los graduados. Yo, como buena niña precoz, era más amiga de los amigos de mi hermano que él. Mi hermano prefería jugar fut con mis compañeritos, niños bobos de 14 años, mientras yo me iba a fumar al campo con los suyos. La vida era injusta, pero ¿cuándo no lo ha sido?
Entonces al enterarme que los graduados irían a Acapulco, fui a preguntar a su prefecto si, en caso que mis padres otorgaran el permiso, pudiera colarme al viaje. El prefecto asintió, aunque dudaba mucho que mis padres accedieran. Llegué con los viejos y puse cara de yonofui y les pedí permiso de acompañar a mi hermanito a su viaje. La respuesta fue inmediata: No.
Tenía tres semanas para convencer al ogro. En esas tres semanas hice méritos, a pesar de que la respuesta ya estaba dada y era casi inamovible. Pero no suelo quedarme con las ganas, así que lavé trastes, acomodé discos, limpié alacenas, regué las plantas, bañé a los perros y saqué sobresalientes en las calificaciones de aquel mes. Era más que justo que, tras mi esfuerzo, los padres me recompensaran.
Llegó la fecha límite para el pago del viaje y mi madre le dio su respectivo dinero a mi hermano. Me armé de valor y llegué con mi padre a pedir de nuevo el permiso, anteponiendo, claro, todos los esfuerzos que hice ese mes.
No.
La palabrita me taladró el cerebro y me dio una punzada en el estómago. Era lo más humillante del mundo que el ñoño de mi hermano fuera a Acapulco cuando sabía que no gozaría de Acapulco como yo hubiera gozado Acapulco.
No aguanté más la frustración y arremetí, golpee paredes, lloré hasta secarme el lagrimal, fui donde mamá para que intercediera por mí (y lo hizo), pero no había marcha atrás: no iría a Acapulco por una razón: porque mi papa tenía la última palabra, y esa era no.
La verdad es que más que por las playas y el relajo, yo quería lanzarme a Acapulco porque iría también el muchacho de mis sueños, y juraba que al estar lejos de la casa y de la escuela, hubiera podido tener una oportunidad de salir con él, aunque sea en modo “amor fugaz de verano”.
Lo más triste de esta historia no es que perdí la oportunidad de ligue, sino que dos meses después ese muchacho murió en un accidente de moto.
Ese hecho cambió mi vida para siempre… o por lo menos así lo sentía en ese momento.
Hoy las cosas son un poco diferentes. Los hijos no entienden que no entienden y son más tercos que uno en su juventud.
Decirle “no” a un millennial es un pase automático a pescar colitis crónica, pues el chamaco cree que es merecedor de todo y ya ni siquiera hace la finta de poner manos a la obra en alguna acción scout para conseguir el permiso deseado.
Negarle algo a tu hijo adolescente es comenzar una guerra encarnizada contra la necedad, y parece que los padres hemos perdido credibilidad en el camino por la propia laxitud de nuestra generación.
Sinceramente yo sigo siendo partidaria de la chancla voladora y del castigo como método infalible de represión.
“En esta casa la democracia no existe”, dijo una vez papá. Precisamente cuando me negó la posibilidad de ir a Acapulco, lo que en aquel momento representó para mí una bajeza total, pero siendo objetivos: ¿le hubiera dado chance a mi hija a los 14 años de irse al mentado viaje?
No.
Por supuesto que no.
En el mejor de los casos, me hubiera propuesto como parte del comité de padres para cuidar a esas almas desbocadas.