La obra de Edward Hopper (como la de Raymond Carver) contiene una descripción finísima de los interiores, pero no a la manera de Degas o Manet, quienes fueron sus grandes influencias europeas.
En Hopper habita un elemento que es básico tanto para el color como para la música, y por supuesto, para la literatura: el silencio.
En Carver pesa más lo que no dice. La conclusión es casi siempre desconcertante, como un blues de blancos.
Quien ha tenido la oportunidad de visitar el museo Thyssen-Bornemisza, y llega hasta la sala donde se expone el cuadro “Hotel Room” de Hopper, puede sentir de cerca ese silencio, y no sólo eso: ser parte de él. La curaduría es tan buena que a la hora de sentarte frente a la obra, parece que formas parte del lienzo.
En los cuartos de Hopper transcurre todo en tonos graves. En acordes menores.
Carver y Hopper tienen un amasiato atemporal e involuntario. Un código ambiguo entre las luces y las sombras, tanto en la técnica como en el contexto del paisaje.
Durante esta pandemia, la gente encerrada ha reinterpretado muchos pasajes del arte a manera de divertimento, pero en el fondo no es una interpretación, sino algo que se ha vuelto cotidiano.
La espera, la nostalgia, el hartazgo.
Edward Hopper murió en 1967. Su obra está situada, sobre todo, en el contexto de la década de los 30 a la década de los 50.
Carver murió en 1988 y su primer libro de relatos “¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?”, apareció en 1976.
Hoy más que nunca es necesario el conocimiento (y el reconocimiento) de Raymond Carver y Edward Hopper, porque todos, sin saberlo, nos hemos vuelto alguno de sus solitarios y silentes personajes.