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viernes, noviembre 22, 2024

Fruta de temporada (acción en la casa del Inge)

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El sexo es una fruta dulce, jugosa, absolutamente hipnótica. 

Brilla cuando se abre como flor, se saborea con arrobo cuando su jugo escurre por las comisuras de una boca. 

Los hilos de su carne fresca se expanden y se contraen como si fueran pequeños mundos. 

Ahí, en esa fruta, por un instante, cabe toda la historia de la humanidad. 

Y cuando se acaba esa fruta, o cuando su sabor deja de ser sorprendente, el goloso va en busca de otra más tierna, una que esté en su punto. 

Sí, el sexo es definitivamente una fruta. 

No una legumbre, no un complejo pedazo de carne que puede decepcionar por estar crudo o cocido de más. 

El sexo es una fruta. 

Gusta a todos, y todos lo acepan: veganos, carnívoros, cristianos y judíos, lo aprueban y se aventuran sin riesgo. 

Es una fruta. Rica, refrescante. 

Si alguna vez el hombre fue árbol, el sexo era la fruta que colgaba de él y llamaba instintivamente a los animales para arrancarla y tragarla con goce. 

Pero no es una fruta cualquiera, sino una fruta de temporada… porque llega el momento en el que su sabor y el placer que sugiere, merma; se esconde, deja de atraer. 

Es entonces cuando se busca una nueva, una nueva fruta que esté al dente, que vaya con nuestro humor, que apague nuestra sed y la vuelva a encender… por la novedad que se celebra en nuestros sentidos. 

Todo este paralelismo del sexo con las frutas viene a cuento porque en el fondo de esta escena hay una cocina poblana llena de las mejores viandas: quesos, vinos, patas de jabugo… pero sobre todo hay frutas deslumbrantes. 

En la barra del ingeniero N nunca faltan frutas. Las manda a cortar de algún huerto orgánico y de su propia quinta. 

La señora del ingeniero hace maravillas con esas frutas: mermeladas, pays, jugos, ensaladas exóticas, cócteles embriagantes. 

La señora N sigue siendo una mujer de buenas carnes, bastante firme para sus cincuenta y tantos. Pero su fruta, la que trae entre las piernas, ya no es completamente satisfactoria para la lengua y el cuchillo del ingeniero. 

Nadie habla de amor ni de desamor. 

Son una pareja que a los ojos de los demás sigue manteniendo el ideal romántico intacto… frente a los amigos se conectan con encanto, se miran con la complicidad con la que sólo se saben mirar un par de amantes. Y los demás se preguntan abiertamente y en privado, ¿cómo conservan esa llama, ese aparente vínculo sexual que se les nota al chocar sus copas y mientras bailan en la pista de alguna boda? 

La realidad es que el ingeniero y su mujer no se tocan desde hace cinco años. Duermen en cuartos separados desde que sus hijos se casaron y formaron sus respectivos nidos. 

En sus teléfonos se tienen registrados como “El inge” y “La señora”. No para evitar que si alguien roba los aparatos sepa a quién extorsionar, no. Simplemente, se guardan así en los directorios porque así se refieren a sí mismos cuando las luces se apagan y la casa queda vacía. Ella le dice “El inge”, así con artículo, y “La señora”, así, con artículo. 

Sin embargo, cuando están entre la gente, sus sobrenombres se vuelven más cariñosos. Son de esas parejas odiosas que se dicen “amor” frente a los demás. 

Como dije, los conocidos de los “N” adoran estar cerca de ellos porque dan buenas fiestas y jamás han sido testigos de un papelazo de esos que suelen interpretar las parejas rancias cuando se ven atrapadas por el peso de la monotonía y la falsa monogamia. 

Alguna vez, sus compadres, una pareja igual de años que ellos, les extendieron la invitación para unirse a un club swinger a las afueras de la ciudad. Algo muy discreto y de pura “gente bonita” en una casona de Valsequillo, y sin necesidad de escándalos. “Algo bien”, seguro, decían, en espera a que los N aceptaran. 

Pero, con una sonrisa llena de compasión, ambos declinaron. 

¿En qué basaban entonces esa complicidad? ¿Cómo carajos podían seguir sosteniendo el rollito de pareja estable y presuntamente amorosa si la realidad era que, a puerta cerrada, difícilmente se dirigían la palabra? 

¿Había un secreto? 

Sí que lo había. 

Se trata de una dinámica consensuada que les refresca la vida… y la fruta. 

El Inge hace cada tres meses reuniones en su jardín con sus alumnos y sus colaboradores de pasantía. Reuniones perfectamente armadas por La Señora, pero a las cuales no está convidada. Un club de Tobi con tragos, paella y meseros. Pero sobre todo, cocaína y muchos tragos. 

La mecánica de la reunión consiste en embriagar a uno de los nuevos jóvenes; El inge los seduce con sus encendidas pláticas de poder y éxito; los eleva a las nubes de la ambición, sacando cifras apetitosas y grandes proyectos a los que serán incluidos. Y así, ya bien entrados en el vapor del alcohol y el humo del dinero, le pide al seleccionado que entre a la casa, suba a su habitación para traerle el iPad o algún folder que contenga, según él, esa oferta difícil de despreciar. 

El joven en cuestión entra a la casa, situada a un lado de la palapa en donde la reunión se desarrolla y avanza en ruido y ebriedad. Toma la escalera, casi siempre serpenteando de ebrio, entra a la puerta señalada, camina hacia el buró, rozando las sábanas inmaculadas de 500 hilos, y para cuando toma el artefacto pedido, en medio de la bruma de las luces exteriores y una leve raya de luz led que enmarca la cabecera, aparece de la nada, La Señora. 

El joven seleccionado se ruboriza e intenta salir de ese nicho de intimidad, mientras oye a “El inge”, riendo y brindando calmadamente con los demás parroquianos. 

Pocas veces ha tocado que un pequeño barbaján atrevido se atreva a quedarse por voluntad propia en esa escena incómoda en la que “La señora” comienza a platicarles lo mal que la pasa ahí dentro mientras su marido, “ese gran tirano hijo de puta”, se atasca en sus fantasías megalómanas. 

La señora sabe llevar a cada joven hacia sus propósitos. 

Casi todos acceden con recelo, temerosos a ser descubiertos por el jefe… pero, el sexo es una fruta hipnótica. Una fruta de temporada que se abre fulgurante en palurda esquina entre la cómoda donde reposa la televisión y la salida de emergencia. 

La señora teje rápidamente la red en su entrepierna mientras “El inge” voltea de vez en cuando hacia esa ventana. Con los pantalones reventándole el cierre, pensando entre el choque de copas y carcajadas de borrachos, cómo se están tirando a su mujer. Cómo esa fruta que, en su boca ya sabe amarga, vuelve a ser dulce en la de alguien más. 

Nunca han sido descubiertos los becarios porque de eso se trata el juego. De que el joven vuelva a la reunión, cagado de miedo, con el iPad o el papel requerido en la mano, y el vaho sexual delator, catalizándoles la adrenalina de ambos participantes. 

El inge jamás preguntará si se han tardado en la búsqueda. Es un caballero que confía y no pondría en duda el honor de su dama. 

Una vez que la música se apaga y el sábado se acomoda en el sillón de su sala de TV, la pareja ejemplar se sienta a ver junta, bebiendo un dirty martini, el performance grabado desde una cámara oculta en un punto ciego de la habitación de “La señora” con el becario galán. 

Ambos se excitan y ríen, y comentan la acción. 

Pero al contrario de lo que se podría llegar a pensar, esas imágenes no los conducen a coger entre sí. 

El sexo es una fruta. 

Una fruta de temporada. 

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