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jueves, noviembre 21, 2024

Diarios de un antropólogo descalzo I

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Con delicadeza, como de costumbre, tomó la copa de vino en el viejo bar de la zona céntrica del pueblo castellano.  

Degustó el tempranillo suave mientras el sabor semiamargo le trajo un par de recuerdos que la transportaron a Lima.  

Hasta ese momento no se dio cuenta que su copa tenía unos gramos de garnacha de la región (uvas de vino tinto, noir difuso producido en España y Portugal), un vino más común de lo que creía. 

La profundidad de la nota, de gusto semiseco, le trajo recuerdos gratos e ingratos de los viajes trotamundos.  

Un olor puede traer a la memoria lo inmemorable. 

Un sabor también. 

Pero la profundidad de un color trae algo más misterioso. 

En 2011, después de casi un año de conversar entre mates, alfajores, chuletones y terneras asadas en parrillas veraniegas llegó a Perú por tierra.  

Viaje largo que tuvo una primera parada en Jujuy, noroeste argentino, ingresando desde Buenos Aires.  

Sitio donde tomó su último vino argentino, a costa de una dinámica de viaje en la empresa de transportes terrestres AndesMar, pues para su buena suerte, ganó un bingo inusual donde el premio era una botella de vino tinto de las pampas.  

Atravesó el sur peruano hasta llegar a Lima. 

Despidiéndose de las buenas amistades bonairenses y curiosos provincianos de las laderas. 

Viajaba con un periodista. O, mejor dicho, con un estudiante de periodismo de cuarto semestre que años atrás le propuso hacer un periódico de prensa alternativa y viajar por el continente americano haciendo todo tipo de reportajes que se relacionarán con las culturas indígenas.  

El plan pactado años anteriores, para ese entonces, había sido un éxito.  

Pues el personaje en turno era un colombiano proveniente del eje cafetero donde pululan los paisas. Los mejores comerciantes y visionarios del país.  

Enredadores, carismáticos, amables y si te descuidas un poco, todo lo contrario. 

El paisa supo controlar todo tipo de experiencias viajeras. 

Su don como vendedor innato y formado en la primera infancia, para su suerte, no les trajo grandes problemas durante sus viajes. 

En cada lugar que pisaban, la vendimia de la revista era exitosa. Y si no era posible lucrar con argumentos, ingeniosamente algo se podía vender, sin involucrar la autoestima de por medio. 

Después de varias paradas en el Perú, llegaron a Lima. Casualmente donde vivía su único hermano.  

La parada allí era para descansar y tomar decisiones de ruta. 

Estuvieron un mes completo disfrutando de las comodidades que proporciona Mira Flores, uno de los barrios más clasistas de Lima. No tan clasistas como los cometarios porteños post dictadura que habían recibido en pocas pero importantes ocasiones durante su estadía en Buenos Aires. 

Si se camina a la periferia de Mira Flores es perceptible la diferencia social de una calle a otra. Esa magia incógnita que tienen los países latinoamericanos de desafiar fronteras.  

Durante esa temporada un tsunami amenazaba con golpear la costa limeña.  

Entre presión climática y zozobra tenían que tomar la mejor decisión para salir de Lima. Aunque el último día que se tomaron para disfrutar la playa, el tsunami llegó a Chile y no a Perú. El hecho atenuó la incertidumbre. Pero ellos ya habían tomado una decisión. Pues unos días antes, durante una tertulia de viajeros trotamundos, conocieron a una argentina que les contó su viaje al Amazonas.  

Recomendado su propia experiencia con ánimo insuperable, describió paso a paso su ruta y dio nombres específicos de cada dirección, lugar, paradero, camino. 

Quedaron impresionados con tanta precisión, que parecía una señal de esas que se encuentran solo cuando viajas.  

Las indicaciones eran claras: 

De Lima tenían que tomar un autobús que llegara a Pucallpa. Ahí está el embarcadero e inicia uno de los accesos al Río Amazonas. Este brazo del Río se llama Ucayali y más adelante conecta con la isla de Iquitos, cerca de Loreto, para entrar directamente al Río Amazonas.  

Fue emocionante la historia de aquella argentina y, sobre todo, recordar al pie de la letra sus recomendaciones. Les dio detalles que tuvieron que anotar. 

Después de equipararse a costa del hermano mayor salieron esa misma semana a Pucallpa. 

Ingeniosamente el hermano, con su necesidad de sobreprotección familiar, les ofreció unos jabones, champús, acondicionadores y cremas, productos que había recolectado en alguno de sus trabajos como coach profesional de famosos en hoteles de lujo.  

El paisa se indignó del ofrecimiento de aquel detalle, pero ella aceptó las cosas argumentando que algún momento serían útiles en el viaje, aunque involucrara mayor peso en el equipaje. Le dio tiempo, incluso, de hacer una broma nefasta sobre Cuba.   

Se despidieron en la terminal y al cabo de unas horas, ya estaban en el embarcadero de Pucallpa.  

Ese lugar daba la impresión de otra realidad, una dimensión desconocida.  

El bullicio, los olores, el calor húmedo; casi insoportable, el fresco del aire tibio y los alientos impregnados de los comerciantes de la costa.   

Preguntando los precios para llegar a la isla de Iquitos, se dieron cuenta que oscilaban en $300 soles por persona. 

No contaban con ese presupuesto.  

Pero la convicción lo podía pagar.  

Después de una larga conversación con el vocero de los viajes, el marinero, cuál azafata gritando con la panza morena a la intemperie, les indicó los destinos y las señales de navegación.  

Entre comerciantes, nativos, marineros, familias numerosas y misioneros, verificaron los pocos soles que llevaban en el bolsillo. 

No les alcanzaba para cubrir el gasto de ambos. Pero como la pasión y la intriga lo puedes casi todo. Pactaron con el capitán del barco de carga pagar 450 soles por ambos con la condición de dejar de comisión un charango maulincho boliviano, que les había costado mucho tiempo conseguir, y un dispositivo móvil versión Ericsson (temática lucha libre) que nunca habían usado, pero para el capitán resultaba valioso.   

Antes de abordar al barco de carga, el capitán les confesó que debido a que la marea estaría muy baja los próximos 15 días, si lograban completar durante el viaje los 600 soles les podría devolver las cosas. Y que tenían que conseguir forzosamente hamacas para viajar.  

Compraron un par de hamacas y abordaron pensativos mientas esperaban la partida.  

La espera duró más de dos horas. Durante ese tiempo la mente de ella y sus pensamientos resultaban inquietantes, temerosos, emocionantes y peligrosos como todo lo que salía de la boca de ese hombre. 

Pero ingresaron una tarde de junio de 2011, a las 22:00 horas, después de que se llenó el barco de viajeros y de que subieran toneladas de carga a las bodegas del gran barco más amazónico qué titánico. 

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