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sábado, noviembre 23, 2024

Revisitando a Morricone

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I. ¿La Puta o el pastelito? 

(Érase una vez en América) 

El más galancito de los pequeños gánsters sube febrilmente la escalera de la vecindad. Llegando a la cima, toca la puerta. Abren. El niño pregunta por Peggy. 

Peggy es esa clase de muchacha lagartona que necesariamente debe existir en la vida de un jovencito en plena edad de la punzada. La dadora de la vida adulta; la bienhechora del macho en ciernes. 

El niño espera a que la putilla salga. Peggy se está bañando, dice quien atiende… 

¿Se baña o está en la azotea desquintando a un compañero? No importa. El malandrín de los ojos claros espera. 

Y no espera solo. Lleva consigo un pastel con cremita como ofrenda a la dama pues, se sabe que la chica es golosa y puede ofrecer algo más que besos o masturbaciones si se le complace con un abullonado pan con cremita. 

El chico, pobre y deseoso, se encuentra frente a una disyuntiva: ha ahorrado y ha robado por comprar la ofrenda: el pan con cremita que le abrirá la puerta al paraíso. Quiere ser un hombre, pero sigue siendo un niño. Difícil decisión: ¿la puta o el pastelillo? Se decide por lo segundo. Titubeante, abre una esquina del celofán. Quizás sólo pruebe. Cierra la punta. Espera dos o tres minutos más. Peggy no se asoma. Repite la operación, con timidez y culpa, hasta que el hambre física (e histórica) lo vencen. Precipita sus manos hacia el pan. Los dedos se le llenan de crema y la lleva hacia su boca. 

Un poco de dulce en el amargo de los días miserables. 

Peggy sale. Le pregunta qué quiere. El niño de los ojos claros se queda mirándolaPensándolo bien, Peggy no es guapa. Es una gorda cachonda por la que todos han pasado y pasarán. Pero el pan, el pan con cremita… ese quizás no vuelva. 

*La escena es muda. El pianoforte se oye mientras el niño no decide. Variación sobre el tema “Poverty(pobreza). 

A la hora de abalanzarse sobre el pan, una flauta acompaña el clímax: es un sonido agudo en medio de un placer tan grave.

 

II. Cientos de Besos (Cinema Paradiso)

Es una de las escenas más entrañables del cine, porque trata del cine en sí. La concupiscencia de esa oscuridad en la que se desenvuelven las tramas entre el humo suspendido de un cigarro. La acción corre dentro y fuera. 

Para la mayoría de los muchachos de aquellos tiempos, la sala de un cine estaba estrechamente ligada a su despertar sexual. El mundo bien se pudo extinguir y vuelto a sobre poblar con los miles de millones de espermatozoides suicidas, echados fuera a la hora de ver un asomo de seno de Marlene Dietrich o claro de nalga de Ava Gardner. 

Las butacas de los cinemas, como el Paradiso, guardaron durante décadas los restos de aquellas masculinidades animadas con lo que el ojo podía captar… y en muchísimos casos (y mejor) ¡con lo que NO captaba!, pero la mente acababa por inventar. 

Salvatore es un galán otoñal que ha vuelto al pueblo para enterrar a su viejo amigo Alfredo. El pueblo, como todos los pueblos, sigue casi igual: atesorando las pequeñas e irrisorias vidas de sus simpáticos habitantes… con su respectivo loco en la plaza. 

Salvatore ahora (1988) vive en Roma y es toda una figura respetable. 

No regreses jamás”, le dice el analfabeto viejo ciego que nunca pasó de ser quien ponía una y otra o vez, una y otra vez, los rollos de película hasta que éstos quedaban inservibles o se quemaban. 

Dejar el pueblo es como matar al padre, freudianamente hablando. 

De niño, Salvatore (Toto) coleccionaba los recortes de cinta que eran censurados por el cura. Nunca los vio proyectados en la gran pantalla, hasta que vuelve al funeral del cácaro Alfredo. Entonces, sobreviene la luz. 

Si un beso es parecido a ese túnel que ven los muertos antes de partir, ¿qué será la acumulación de todos los besos posibles? 

Los poros se abren. El mundo cambia. 

*Al fondo suena “From America Sex Appeal to the first”. 

Si Cinema Paradiso no tuviera el acompañamiento musical de Ennio Morricone, hubiera sido, sí, una buena película, nostálgica y tierna, pero sin esa dosis extra de encanto. 

La música reforzó la trama de Tornatore; un cineasta que no alcanzó el tamaño de sus predecesores, Antonioni o Felinni. Son distintos, mucho. Los contextos de sus respectivas obras fueron diferentes. Tornatore llegó con Cinema Paradiso a las grandes masas, mientras que los otros siguen siendo para unos cuantos. 

La aventura del niño Toto y el viejo Alfredo (los modestos cácaros de aquel cine de pueblo que se quema y finalmente acaba por desparecer) necesitaron por fuerza de ese otro almíbar para fascinar: las tonadas morriconianas. 

La Misión (de Rolad Joffé), El bueno el malo y el feo y Érase una vez en América (ambas de Sergio Leone) se hubieran encumbrado solas por los actores y el guion, pero no Cinema Paradiso. No sin Ennio Morricone, que dotó al filme de sustancia. 

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