Hacia el año 600 de nuestra era algunos artistas medievales aprendieron a subvertir en sus obras las reglas de la causalidad, de manera que la profecía se impuso sobre la razón y el misticismo se mezcló con la ignorancia y la superstición. Pusieron su talento al servicio del oscurantismo. Para ello se sirvieron del mosaico.
A la gente comenzó a gustarle la idea de un mundo basado en una elasticidad alejada de lo lineal. En los mosaicos, y más tarde en frescos, lienzos y en ventanales de las iglesias, la vida transcurría fragmentada, inmersa en el espacio discontinuo de una realidad incierta y, sin embargo, generadora de una imagen coherente de dicha realidad.
Incluso durante el nacimiento de la nueva ciencia, ya en el siglo XVII, René Descartes mantuvo separados el alma y el cuerpo, sosteniendo con firmeza la existencia de un mundo esencialmente dual.
Resultó ser una manera hábil de evitar polémicas estériles sobre aspectos de los que no se tenían pruebas irrefutables. No obstante, las matemáticas a las que el mismo Descartes contribuyó a desarrollar permitieron que lo profano y lo divino iniciarán una especie de reconciliación.
Las ideas científicas esbozadas por Euclides, Aristóteles, Arquímedes y Demócrito, entre otros, comenzaron a recuperarse, sobre todo luego de la proliferación de la imprenta; fue este el instrumento que renovó no solo las artes, sino las disciplinas de lo concreto y, no obstante, inefable. También el tiempo recuperó su característica secuencialidad, con lo que la faceta narrativa del arte experimentó un nuevo impulso.
Un artista entusiasta por la nueva ciencia y que comenzó a revolucionar la pintura fue Giotto de Bondone (1276-1337). El pintor, arquitecto y escritor florentino Giorgio Vasari, quien vivió dos siglos más tarde (entre 1511 y 1574) se refirió a él como el gran pintor florentino de la naturaleza.
No es que Giotto pintara sobre flores y animales, sino que fue el primer maestro en captar una escena como si estuviese vista desde un punto estacionario, organizado alrededor de un eje horizontal y otro vertical. Sin usar ningún axioma, representó precisamente la geometría descubierta muchos siglos antes por Euclides.
Desde la época de Giotto comenzó a popularizarse entre los artistas otra convención. Cada pintura debía representar un momento congelado en el tiempo, como si fuera un escenario tridimensional e iluminado de una manera particular.
Pero ni siquiera el genio de Giotto pudo resolver en ese entonces el problema de la iluminación. Aun así, inició el derrocamiento del mosaico, convirtiéndolo en un objeto de adorno más. Su mayor aporte fue haber reorganizado el espacio pictórico, aunque no pudo cruzar el umbral, pues la ciencia premoderna, anterior a Francis Bacon, apenas estaba retomando el camino del pensamiento abstracto.
Pasaron siglos, hasta que durante el Renacimiento la capacidad de elaborar y visualizar conceptos abstractos se convirtió en un requisito indispensable para explicar los descubrimientos científicos que comenzaron a darse entonces. En 1300 esa hazaña intelectual era improbable. La revolución pictórica no estaba terminada.
Otro hecho temprano nos muestra cuán poco conocido es este cruce entre arte y ciencia, ya que el principio geométrico que gobierna la perspectiva en el arte es el mismo que le da sustento a una herramienta fundamental de la ciencia: la gráfica.
Poco tiempo después de que Giotto reorganizara el espacio pictórico, alrededor de 1360, Nicolás de Oresme introdujo una forma gráfica de representar las funciones científicas.
Desde entonces, las gráficas se convirtieron en un medio muy eficaz para sintetizar el conocimiento, ya que otorgan a los investigadores una forma de expresar de manera visual sus conceptos del movimiento, el tiempo y el espacio en un pedazo de papel, a la vista de todos.
Un siglo después de la muerte de Giotto, en 1435, se publicó un tratado formal sobre la perspectiva, en el que se mostraba el uso de un elemento crucial, el punto de fuga que se da en la intersección de las horizontales y verticales.
El autor, León Batista Alberti, aplicó los principios de la geometría euclidiana para instruir a los jóvenes artistas en el dominio de esta nueva técnica. Así surgió un nuevo paradigma en la concepción que la gente tenía del espacio, el tiempo y la luz. Los cuadros, objetos de dos dimensiones, comenzaron a ser verdaderas ventanas de la ilusión óptica tridimensional.
Dejar atrás el simbolismo sacro plasmado en el mosaico por un arte realista no parecía fácil en un principio, pero la demanda de mejores artesanos para satisfacer a un público fascinado con este nuevo mundo imaginario cambió las cosas.
Además, quien sabía de perspectiva podía obtener un mejor empleo en el ejército, pues era apto para calcular más fácilmente la verdadera trayectoria de la artillería enemiga y defenderse en consecuencia. Otras profesiones también requirieron expertos en perspectiva y geometría euclidiana, como la cartografía, la navegación, el dibujo arquitectónico y la ingeniería.
Un momento clave, que se dio en la época en que Alberti escribía su tratado de perspectiva, fue cuando Piero della Francesca (ca. 1420–1492) introdujo la sombra.
Conocer la luz y surcar los mares que comprueban la redondez del globo terráqueo fueron dos actos de osadía, pero también de un gran refinamiento intelectual. Ambos son un homenaje a la inteligencia de Eratóstenes, quien en el siglo III antes de nuestra era demostró que la Tierra era redonda y calculó su circunferencia conectando sombras al tiempo.
Los artistas del Renacimiento reconocieron de inmediato el valor de las sombras e inventaron el claroscuro, cuyo gran maestro fue Caravaggio (ca. 1571–1610). Más tarde Leonardo da Vinci (1452–1519) introdujo la técnica opuesta, el sfumato, que, literalmente, quiere decir “vaporizado”.
Observar con cuidado, confrontar las ideas con la realidad circundante, valorar los datos experimentales, se convirtieron en pan de todos los días no solo de los científicos, sino de los artistas. Ejemplo es el David (1501) de Miguel Ángel, epítome de este espíritu científico temprano tanto en su concepción como en su ejecución.
Así pues, los artistas medievales quedaron confinados, fragmentados, vivieron en una sociedad donde las opiniones personales no contaban y, por ende, con muchas posibilidades de permanecer en el anonimato.
Por el contrario, los autores del Renacimiento, desde Rafael hasta Alberto Durero, comenzaron a construir el culto a la personalidad. Se convencieron a sí mismos de que la perspectiva era una verdadera alquimia visual y solo unos cuantos iluminados llegaban a dominarla. Por tanto, todo el mundo debía enterarse de su existencia.
Sin importar el motivo ni la técnica de sus cuadros, frescos y esculturas, la experiencia individual, egocéntrica, terminó por imponerse. Tanto así que la sonrisa enigmática de Mona Lisa podemos observarla en San Juan el Bautista, ambos cuadros pintados por Leonardo da Vinci.