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viernes, noviembre 22, 2024

Las Manías Nocturnas de mi Tía Martha

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Mi tía Martha siempre pellizcaba a mi hermano Ofir cuando nos quedábamos a dormir en la casa de mi tía Virgen. Martha era la menor de sus hijas y aún vivía con ella. Nosotros llegábamos con mi mamá Guillitos a visitarlas y cuando nos agarraba la noche, y para que no nos pegara el sereno, mi tía Virgen le decía a mi abuelita que nos quedáramos.

Ya he hablado en otras columnas de la casa de mi tía. Era una casa-hospital llena de cuartos y muchachas de servicio, a las que ella trataba de forma miserable. Les pagaba mal, les daba comida congelada y les hacía creer que les estaba haciendo un favor al tenerlas en su casa. Su lugar estaba en la última habitación: la de los trebejos. Ahí dormían: entre ácaros, polvo, muebles viejos y humedad.

Mi Mamá Guillitos se quedaba en la habitación de mi tía Virgen, cuyo buró estaba lleno de pomada de la Campana, Vic Vaporrub, bicarbonato de sosa (de la marca Torres-Muñoz), linimento de Sloan y Laxen Busto (“tratamiento moderno de estreñimiento habitual”, mismo que se promocionaba como como “activo” y “agradable”).

A Ofir le tocaba dormir siempre con mi tía Martha, quien, a sus veinte años, tenía dos manías: le gustaba darse de topes en la pared con la cabeza y le encantaba pellizcar a mi pobre hermano de diez años.

Ofir ya se había quejado de esto, pero nadie le creía. De hecho, a los niños de antes nadie les creía nada. Podían decir que un tío pervertido tocaba a las primas, y no pasaba nada. Los degenerados vivían en otras partes, menos en el seno familiar.

Finalmente yo dormía en un catre montado en la sala. Debo decirlo: así como la luna perseguía de niño al poeta Alfonso Reyes, a mí me perseguían los catres.

El suplicio de mi hermano empezaba cuando mi tía, después de darse unos topes en la pared, apagaba la lámpara. Ofir, flaco como era, se ponía en la orilla para no molestarla, pero ella jalaba las cobijas y lo dejaba temblando de frío. Cuando por fin el sueño y el cansancio lo vencían, mi tía le daba el primer pellizco de la noche. No era un pellizco cualquiera: era un pellizco sosegado, mustio. Se lo daba siempre en una de las piernas. Ofir despertaba sobresaltado y adolorido, pero no decía nada. Sabía que el martirio había empezado.

Mi tía roncaba como una vaca Brahman. Desde mi catre ubicado en la sala, yo escuchaba sus aparatosos ronquidos. “Pobre Ofir”, pensaba yo.

Un segundo pellizco venía a eso de las cuatro de la mañana, cuando mi hermano —despojado de sábana, cobija y colcha— temblaba como un paria en la orilla de la cama. Este pellizco ya tenía otras características como la reincidencia y la crueldad. El tercer y último pellizco llegaba con el amanecer.

Durante el desayuno, yo me burlaba de él: “¿Cómo te fue con Martha?”, le preguntaba adivinando su respuesta.

Mi tía Virgen, para entonces —muy prendidita y peinadita a sus ochenta años de edad—, se ponía a hablar de las bondades de las medicinas que tomaba:

—Ay, Guille, el bicarbonato de sosa es buenísimo para la gastritis y el Laxen Busto me cura de mi estreñimiento. Y qué te digo del linimento de Sloan: ¡me cura mis reumas, mi lumbago y mi ciática!

Todo era suyo: hasta las enfermedades más penosas como las almorranas, mismas que combatía con infusiones de cola de caballo, manzanilla y marrubio.

La imagino dándose sus baños de asiento a la hora en que escribo estas líneas.

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