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domingo, noviembre 24, 2024

De Tremé al hip–hop pasando por Atlanta

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Tremé fue originalmente una plantación de negros productora de ladrillo rojo a fines del siglo XVIII, propiedad del terrateniente y fabricante de sombreros, Claude Tremé. Bueno para los negocios, al darse cuenta de que numerosos negros estaban adquiriendo su libertad, ni tardo ni perezoso les ofreció lotes en dicho terreno.  

Así, con el pasar del tiempo este sitio cercano a la costa del Golfo de México se convirtió en uno de los barrios más antiguos del incipiente puerto de Nueva Orleans, golpeado el 25 de agosto de 2005 de manera inmisericorde, como nunca antes, por el huracán Katrina.   

Cinco años más tarde se estrenó la serie Tremé, concebida por Eric Ellis Overmyer (Homicidio, Ley y Orden) y David Simons (The Wire, Generation Kill), en la que nos ofrecen un retrato de diversas familias empeñadas en reconstruir su ciudad, su cultura, sus vidas.  

Músicos, chefs, indios del Mardi Gras, ciudadanos como usted y yo se enfrascan en una lucha sin cuartel contra la insidiosa hostilidad de la naturaleza, tratando de defenderse de la discriminación policiaca, del que detesta la música como vehículo para mostrar inconformidad; enervados por la rabia de mirar cómo el blanco criminal sale de la prisión incólume, con su sonrisa congelada, cínica, arrojando billetes por doquier. 

Esta serie compendia la historia de infortunios y calamidades entre esclavos y esclavistas, sobre todo a través de la música. Luego de lo que aconteció en los campos de algodón y tabaco, así como en los aserraderos, la música que floreció en Nueva Orleans, entre llantos y risotadas, significó una etapa de madurez en el desarrollo de la cultura negra. 

Luego vinieron el jazz y las Panteras negras, quienes heredaron la reivindicación, más que racial, social y cultural a los creadores del hip–hop y su expresión particular, el rap. Suele decirse que a principios de este siglo XXI la sociedad norteamericana había digerido (a medias) lo que implicaba ser afrodescendiente.  

En un entorno neoliberal, eufórico, con un presidente negro en la Casa Blanca, aun así, si un negro quería evadir la violencia de las instituciones y de las bandas organizadas tenía que, o bien hacerse rico elucubrando rimas altisonantes y soltando balazos de vez en vez, o bien jugando basquetbol profesional. La otra forma de sobrevivir era, es, sumarse al equipo de los inexistentes, volverse un eslabón más de la gigantesca cadena capitalista, quizás repartiendo productos o despachando comida rápida. 

¿Qué significó ser negro en los años posteriores a Obama? Convertirse en un estribillo de Beyoncé, ser agujereado por las letras ácidas de Kendrick Lamar, aparecer como víctima de los comentarios críticos sobre gentrificación, estética y herencia cultural en los cuadros de Amy Sherald y Kehinde Wiley.  

O, peor, ser émulo de Michael Jordan, Mike Tyson, y lo más bajo: del neonazi Kanye West. “No importa, bro”, diría Pino en Do The Right Thing, “ellos no son realmente negros”. 

Al cabo de cincuenta años de hip–hop balbuceante, sonoro, vibrante, amargo, oscuro, jocoso, vivimos en una sociedad daltónica, que silba y mira al cielo para no saber qué está sucediendo a su alrededor. Una sociedad que utiliza la palabra “tolerancia” como eufemismo a fin de seguir explotando a los más débiles. 

No obstante, la cultura provocada por el hip–hop y su expresión rapera trascendió fronteras; esta peculiar forma de vivir, de rimar y cantar se practica en alemán, sueco, ruso, árabe, vasco, catalán, gallego, español, chino. Así, por ejemplo, piezas tradicionales del folclore ruso, arregladas por Alexander Borodin, como la famosa Vuela alto en las alas del viento (uletaj na kryl’jah vetra), tiene versiones en modo rap. 

Hoy en día, los esfuerzos porque la gente deje de clasificar a los demás, antes que nada, por su color de piel y raza, han sido vanos. Quizás por eso la serie Atlanta, realizada por Donald Glover en 2016, es una bocanada de aire fresco. 

En lugar de encerrarse en el lamento y la denuncia grotesca, recurre a la parodia como estrategia para convencernos de que la mitad del mundo está loco, y el resto está a punto de serlo. Excepto aquellos que se ríen de todo. 

Glover se burla de la identidad racial, hace mofa del hip–hop como medio de protesta, se pitorrea de los blancos que se creen negros y viceversa. Sumidos en una realidad canija, y al mismo tiempo generosa, disonante, los personajes de esta serie rinden secreto homenaje a quienes tocaron sus instrumentos y cantaron hasta morir por las calles de Tremé/Lafitte. 

Atlanta no intenta aleccionarnos sobre lo que significa ser un “auténtico negro” (la mayoría de los capítulos fueron dirigidos por un japonés). Simplemente hace escarnio de las vidas de los personajes Earn, su primo Paper Boi y el cuate Darío, dejando que cada uno de nosotros, una vez pasados los momentos absurdos y las risas para desternillarse, saquemos nuestras propias conclusiones, pues a fin de cuentas de lo que se trata es de entender a conciencia por qué existen los clisés y las opiniones preconcebidas en una realidad cambiante, y cómo podemos deshacernos de eso. 

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