¨La indiferencia del mexicano ante la muerte
se nutre de su indiferencia ante la vida”.
–Octavio Paz
La primera ola.
La segunda.
La tercera o cuarta ola.
El maremoto.
Viene el tsunami.
Qué más da, carajo.
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Desde que llegó no se ha ido, no se fue.
En todo caso esperó nomás.
Pero aquí está.
La suma de contagios no ha parado de crecer todos los días desde que tuvimos noticias de ella. Cuando se expandió al mundo desde un puestito del mercado de Wuhan.
A veces se multiplica por dos, por diez, por mil o por millones.
Da igual.
Lo mismo que las muertes.
No paran de crecer.
Y, ahí si, no hay esperanza ninguna: nunca lo harán.
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A todo esto, los gobiernos en México reaccionan con una apatía y una arrogancia escalofriante.
Lo hacen el federal y, cómo no, los de los estados, que siempre tienen a quien culpar de sus males.
Con muchísima más razón los municipales que, en el papel, siempre son los más cercanos a la gente, pero también los más lejanos cuando de responsabilidades se trata.
Tienen la excusa perfecta: Todo les viene de arriba. Como la lluvia.
A veces llega, pero no los moja.
Los gobernantes en México siempre actúan como si la muerte no fuera con ellos, con desdén, como si no importara.
Porque, a final de cuentas, en qué consiste la vida si no es, entre otras muchas cosas, de coleccionar muertos.
Entre más vivimos más muertos cargamos en nuestra memoria. Algunos, desfachatados, incluso se cuelan en el corazón.
Acumulamos muertos: los cercanísimos, los familiares, los de amigos entrañables, los de quienes conocimos. Primero los próximos, los que nos son vecinos. Después vienen los demás, los lejanos, los muertos de otros pero que terminarán siendo también los nuestros.
Los que apilamos en nuestras vidas.
Otra cosa bien distinta son los que acumulan muertos de plena autoría o por su (in)apreciable participación.
Esos son los muertos en los que se apoyan los miserables, en los que descansan los desalmados, los inanimados, los que no tienen, que están sin alma.
O los que la tienen podrida, muerta.
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Apenas este viernes oficialmente México superó los 300 mil muertos.
Esas son las cifras del gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Las reales son el doble o el triple. O doce veces mayores como nos advirtió al inicio de la pandemia Hugo López Gatell, el subsecretario de Prevención y Promoción a la Salud (de la Secretaría de Salud).
Fue justo a él, al epidemiólogo, investigador y profesor a quien López Obrador confió el combate a la pandemia nacida en China. Lo hizo convencido. Reunía características que el titular de la dependencia, Jorge Carlos Alcocer, era complicado que proyectara con sus 83 años de cansancio a cuestas (hoy tiene 85).
López Gatell, nieto de Francisco López Gatell Comas, quien encontró refugio en México luego de ser detenido en Tarragona y sentenciado a pena perpetua por el franquismo, y más tarde huyó del nazismo desde Francia, tenía en su currícula otra virtud: fue despedido por el gobierno de Felipe Calderón (qué mejor motivo para la revancha) y abrazó sin condiciones la causa, su nueva causa: lealtad absoluta y ciega al presidente.
Es ágil de mente, lee de corridito, siempre está sonriente y transmite una imagen de confianza, de esperanza, ante un brutal acontecimiento como es la pandemia que azota al mundo. Sonaba bien.
Con lo que no contaba casi nadie es que pronto López Gatell pasó de ser el vocero de la esperanza a ser, en unos meses, en el de las contradicciones, el caos, la improvisación, la desesperanza, el miedo.
Se convirtió en el vocero de la muerte.
En ese papel, obvio, ya no se sintió tan cómodo. Así que la sonrisa la transformó en arrogancia y prepotencia.
Su amabilidad y disponibilidad desaparecieron con los primeros señalamientos por parte de gobernadores de todos los partidos.
Lo acusaron de irresponsable, engreído, autoritario, déspota, mentiroso, ineficiente, mediocre, soberbio, sordo, incapaz… negligente.
Varios gobernadores inconformes con el trato recibido por el funcionario mandaron el mensaje a Palacio Nacional pero no fueron escuchados.
Después de la tempestad llegó la calma vestida de cargamentos de vacunas.
López Gatell mantuvo los hilos y los mandatarios locales inconformes con su gestión guardaron las hachas de guerra.
De él dependía en exclusiva recibir la ilusión puesta en las vacunas.
Los reclamos de los gobernadores son apenas perceptibles, no quieren mover mucho las aguas, pero quienes sí lo han hecho son los mexicanos.
Si algo falló en los cálculos, en las proyecciones de López Gatell, es que su incompetencia democratizó la muerte.
Y llenó los panteones.
Bien valdría que alguno, el más grande, lleve su nombre como modesto homenaje de los mexicanos.
Porque sus errores lo mismo se llevaron a gente sencilla que a profesionistas, a sus admiradores y a sus detractores. A seguidores de uno u otro partido, a pobres, a clasemedieros y a los ricos, a los que tienen todos los derechos y a los que nunca tuvieron ninguno.
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El consuelo que nos venden todos los días desde que se conoció la nueva variante del Coronavirus es que hay que estar tranquilitos, que es más contagiosa sí, pero menos mortal, que los no vacunados son los que están en peligro, que los vacunados estarán bien pero quiera diosito que no contagien a los que están y estarán peor, que hay montón de camas disponibles, muchos más respiradores (ya nadie habla de ellos ni de sus compras fraudulentas ni de los millonarios vendedores ni de los apellidos en que se esconden. Mucho menos de su utilidad).
Nos repiten que en el México mágico no hay hospitales saturados.
Y claro que no los hay. A los contagiados, a los enfermos graves, agonizantes, los mandan morir a sus casas. O esperan sus últimas horas en un estacionamiento.
Hay constancia de ello.
Y, bueno, al presidente López Obrador habría que preguntarle por qué sostiene en el cargo a López Gatell.
¿De verdad es para no darle gusto a la oposición?
Seamos serios. ¿Cuál oposición, dónde está?
A López Gatell habría que hacerle oír todas las mañanas, antes de salir de su casa con rumbo a Palacio Nacional, la canción de León Gieco (tan fanático como es de Serrat), que escuche bien: “Sólo le pido a dios”, que magistralmente interpretó Mercedes Sosa.
O bueno, si no la conoce que busque la versión de Ana Belén, Antonio Flores y Miguel Ríos, o si de plano tampoco le gustan que oiga la de Bruce Springsteen o la de U2.
O puede conformarse con la de Shakira que es más su estilo.
Y repetir hasta el cansancio, hasta que se lo aprenda, que: “Solo le pido a Dios que el dolor no me sea indiferente”
Agrego: que tampoco la muerte le sea indiferente.
Porque a él lo mismo le da una que 300 mil muertes o las que vengan.
Octavio Paz no conoció a López Gatell.
Tampoco creo que López Gatell sepa mucho de Octavio Paz.
Lo supongo.
La frase del poeta le queda pintada al epidemiólogo: La indiferencia de López Gatell ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida.
Para el subsecretario de Salud y su alma muerta puede que el cielo esté cerrado.
Que espere, pues, en el estacionamiento.
Si us plau.