Cada quien lee como le va en la feria.
Hay personas que son clientes asiduos de los libros de Osho (uno de los mayores best sellers de ayer y hoy, dueño de una veintena de Rolls Royce), súper ventas sobre todo en el hoy, en el aquí y el ahora, cuando lo que las mayorías buscan es transitar la vida sin exabruptos, sin dolor, buscando con un ansia enfermiza las proximidades de la iluminación.
Tengo muchas amigas no lectoras que sólo toman un libro en defensa propia y lo que leen es eso: textos que otorguen respuestas mágicas para ir sorteando sus procesos de putrefacción sin que el cuero les arda.
En cambio, yo busco siempre lo contrario; los libros que más me interesan son los que cuentan historias en donde los finales son como la propia vida: desgarradores y crueles.
Me gusta sentir el frío propio y ajeno, encontrar respuestas en la desgracia. Respuestas que no dotan de esperanza, sino que me ponen la realidad tal cual, con todas sus promesas incumplidas y el final verdadero: la muerte como una guadaña segura que nos espera tras la puerta.
Hace unos años leí Patrimonio de Philip Roth, la crónica de los últimos días del padre del autor, con sus achaques y su memoria extraviada, volviendo al hijo padre de su padre: tumores, arritmias, blancos, pañales geriátricos, baba. Dentro del maravilloso texto de Roth se topa uno con el futuro inminente; no intenta pintar de color de rosa la supervivencia de un viejo: la esboza con la tintura dulce amarga con la que la vida real nos planta un soplamocos en determinado momento.
¿Por qué intentar edulcorar procesos amargos?, pienso mientras me asomo en las estanterías del Sanborns, en donde los superventas son aquellos autores que, vía técnicas new age y meditativas, tratan de convencernos de que todo aquello, que las desgracias son evitables o que se deben tomar con filosofía y positividad.
Miro la fila de personas que pagan sus libros Osho y sus libros El Secreto y sus Cuatro Acuerdos, mientras le pido al dependiente del otro extremo que me surta de tabaco y otras porquerías que seguramente acabarán con mi salud.
Cerré el año pasado leyendo a Joan Didion, su Año del Pensamiento mágico, tremenda reseña de las jornadas hospitalarias cuando su hija enfermó de una neumonía que más tarde la llevaría a fallecer, y otra tragedia, la abrupta partida de su marido, el también escritor John Dunne.
La Didion, una mujer de personalidad abrumadora que comenzó su carrera literaria en las páginas de Vogue, murió hace unas semanas. Murió de lo que muere la gente vieja a quienes sus familiares la han dejado sola porque fueron arrancados de este mundo: todos morimos de un paro cardiaco, pero ese sólo es el “hecho”, detrás de las verdaderas causas.
El pensamiento mágico de una rockstar que en sus mejores tiempos era LA anfitriona de grandes fiestas llenas de celebridades literarias, del cine y la música, no era más que algo irrealizable: que su muerto regresara… por ello no sacó los zapatos de John si no hasta muchos años más tarde: porque qué iba a calzar él cuándo regresara de ese viaje incomprensible.
Leyendo esta clase de libros (Patrimonio de Roth, Madre de Richard Ford y El año…. de la Didion) el lector que no busca en las vidas ajenas una explicación o un consuelo a sus yerros se satisface con reafirmar que, como bien decía Quevedo, la vida empieza como termina: entre lágrimas y caca.
Pago mi paquete de cigarros en Sanborns al mismo tiempo que veo a los lectores felices de felices libros de autoayuda y guías zen para dummmies, y regreso a casa motivada y lista para enfrentar otra dosis de maravillosas cucharadas de hiel: Leche Derramada, de Chico Buarque: instantáneas de un viejo que pasa sus últimos días monologando en un hospital, prometiéndole a todas las enfermeras casarse con ellas para que, al salir, las lleve a vivir con él una vida que sólo puede vivirse cuando la cabeza se ha desprendido del presente: las bondades de un pasado que ya fue.
La persona que escribe esto está a favor de este tipo de lecturas. Y llora al paso de las páginas porque lo que lee es, en el mejor de los casos, un adelanto de lo que se nos viene por delante.
La vida es bella, sí, pero también cruda y aparentemente llena de injusticias.
Llevamos dos años tratando de sobrevivir, huyendo de un virus, alejándonos de la gente, buscando guarecernos para no ser tocados prematuramente por la muerte.
Hemos tenido, todos, sin saberlo, dos años de pensamientos mágicos, ahítos de pérdidas, urgidos de abrazos, de contacto.
¿Por qué negarnos a vivir con pasión el miedo?
Por que nos han dicho que hay que ser positivos siempre, cuando un poco de negatividad no le hace daño a nadie, al contrario: nos pone alerta, pendientes…
Los lobos siempre han estado y seguirán ahí; acechándonos con sus distintas formas: llámense virus, llámense decrepitud, llámense ataques fulminantes, llámense crimen organizado o desamor…