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domingo, noviembre 24, 2024

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Según afirman los que saben de esto, los seres humanos consideramos más estéticos, es decir, más agradables a la vista, los rectángulos que se ajustan a una proporción armoniosa, dictada por una abstracción que los antiguos griegos descubrieron y que Leonardo da Vinci empezó a llamar “número dorado”.  

Muchos objetos y construcciones de nuestra vida diaria están diseñados bajo semejante concepto; las hojas de papel carta, por ejemplo, cumplen con la proporción áurea de 1.37. Una propiedad particular de los rectángulos de este tipo es que, a partir de uno, pueden construirse infinidad de ellos, ya sea cada vez más pequeños o más grandes.  

Dicho encuentro entre la razón científica y el arte produjo otro cambio radical en el pensamiento antiguo, ya que introdujo la idea de que la realidad es, esencialmente, dual. Según Demócrito solo existían átomos y el vacío.  

Los romanos, gente práctica y laboriosa, no tuvieron ningún reparo en aceptar estas ideas. El conocido poema de Tito Lucrecio Caro, De Rerum Natura, confirma que las élites educadas aceptaban el dualismo, al menos como una evocación estética. La famosa Pax Romana no habría llegado tan lejos si no hubiese sido arropada por la cultura griega, al reconocer que incluso en la peor de las conflagraciones bélicas existen el uno y el otro.  

Al triunfar el cristianismo se consolidó la idea del dualismo. Las personas y los sucesos eran buenos y malos, había un cielo y un infierno. De hecho, el escepticismo que impera en la investigación científica de nuestros días fue heredado de los griegos a través de la cultura latina que se dispersó por Europa desde entonces, sin hablar del reduccionismo de corte judeo–cristiano que permea la cultura occidental.  

Pero en ese entonces, los primeros siglos de la cristiandad, el arte comenzó a reflejar la pérdida del conocimiento científico (ignoraban la existencia del espacio continuo de corte euclidiano), mientras se imponía la lectura de la Biblia, según la cual el espacio estaba fragmentado y no podía medirse.  

La gente creía que el cielo inconmensurable estaba arriba y el infierno abajo, pero ninguno se hallaba conectado con nuestro espacio cotidiano. Se perdió la costumbre de leer y escribir, de dudar racionalmente, pero no de imaginar.  

Así que, en medio del caos, creyendo que el espacio estaba fracturado, los monasterios se convirtieron en sitios donde se fomentó la idea de un mundo básicamente dividido en dos: el de la carne y la guerra, y el del espíritu y el trabajo en silencio.  

Pagana fue considerada la cultura griega y gran parte del legado helénico se extravió entre remordimientos, dudas mal planteadas y, desde luego, una legítima búsqueda de respuestas sobre nuestro origen en esta Tierra, así como lo que nos depara el futuro.  

Intentar destruir el arte clásico tuvo amargas consecuencias, pues provocó una época de zozobra y confusión. Los artistas, sin la geometría de Euclides, perdieron la perspectiva. No obstante, conforme las iglesias comenzaron a proliferar surgió la necesidad de que esas enormes paredes y grandes domos se cubriesen con escenas de la vida de Cristo, de los apóstoles y los santos, por lo que los artistas se vieron obligados a usar su imaginación.  

La respuesta fue el mosaico, que no es sino una forma de expresar ese mundo fragmentado en el que vivían individuos en ciudades cada vez más populosas, a expensas de ejércitos cada vez más amenazantes.  

Los mosaicos bizantinos del siglo V, por ejemplo, nos recuerdan el renacimiento del texto, ya que esta palabra proviene del vocablo teutón textura, cuyo significado es “tapete”.  

El arte gótico fue la culminación de esta nueva forma textual. Incluso puede decirse que todo el arte cristiano no es sino reflejo de una forma alternativa, tangencial, de concebir el tiempo.  

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