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jueves, noviembre 21, 2024

Mis Tías, ¡oh, Dioses!

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Mis tías Irene y Bella eran las guapas de la familia.

Ambas medían arriba de 1.70 sin tacones, eran sensiblemente atractivas —buen pigmento, buen esternón, extraordinario fémur—, y algo más: estaban divorciadas.

Donde llegaban, paraban el tráfico, los corazones, la zona del lenguaje del cerebro y las tres capas de tejido esponjoso que se llenan de sangre durante la excitación sexual.

Mi tía Irene usaba peinados de tres pisos perfectamente laqueados, igual que el célebre pato del restaurante Hunan, más famoso ahora porque ahí fue hallado Emilio Lozoya Austin en plena borrachera libertaria.

Mi tía Bella también usaba laca, aunque su peinado era de dos pisos con terraza. Algo así como un chalet del barrio madrileño de Salamanca.

Mi tía Irene usaba vestidos ligeramente ajustados, a la manera de Tere Velázquez y Maura Monti en las películas de Santo, el enmascarado de plata.

Mi tía Bella vestía más en el estilo de Emily Cranz, seductora actriz mexicana de los años sesenta.

Mi tía Irene se pintaba los labios tenuemente, con un bilé color fucsia pálido.

Mi tía Bella se inclinaba por el rosa amaranto o el rosado persa.

Cuando ambas llegaban a las fiestas familiares, mis tíos se hacían los persignados y les decían a sus esposas: “Ahí vienen tus primas las divorciadas”.

Pero tres brandis después hacían cola para bailar con ellas.

Las dos eran sumamente alegres, pero adoraban a sus primas.

Eso significaba que les ponían varios altos a mis tíos y terminaban bailando chachachá con sus esposas.

Una vez fuimos con mi tía Irene a comer a un restaurante de mariscos —Los Delfines—, ubicado a unos metros del Mercado de la Viga.

Cuando entramos, los meseros y el capitán dejaron sus ojos en el hermoso vestido blanco entallado de mi tía. Ella caminó entonces sabiendo perfectamente lo que eran sus caderas. Portaba, por cierto, unos anteojos negros adquiridos en las Ópticas Devlyn del primer cuadro de la muy noble y leal Ciudad de México.

Cuando cruzó las piernas, las esposas patearon discretamente a sus esposos, quienes no se habían perdido un sólo centímetro cuadrado del espectáculo que era mi tía.

A ella le debo mi primeros sueños eróticos.

Mi tía Bella trabajaba en la Procuraduría del Distrito Federal y era la dueña de las miradas de los agentes judiciales, abogados litigantes, jueces, magistrados y tinterillos.

Un magistrado, por cierto, le ofreció todo lo que un magistrado puede dar: una casa en Acapulco, un LTD color azul claro y un trabajo en la Judicatura.

Mi tía, faltaba más, no aceptó y le soltó una cachetada, misma que sublimó aún más al magistrado.

Éste tenía setentaicinco años de edad y era abuelo de ocho nietos.

Mi tía le soltó otra cachetada que hizo que se viniera abajo la casa de Acapulco.

Mi tía Irene murió hace algunos años convertida en parte del patrimonio sexual del país, en tanto que mi tía Bella aún disfruta de la vida.

Cada vez que las veía llegar a la casa —cada una por su lado— algo en mí crecía desmesuradamente: mi gusto de ser testigo de un auténtico milagro de la naturaleza.

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