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viernes, noviembre 22, 2024

Las Fiestas del Señor Domecq

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Cuando los señores llegaban a una fiesta —en los años setenta— con sus esposas, sucedían muchas cosas:

Se sentaban, fumaban cigarrillos Raleigh con filtro, pedían una botella de Don Pedro o Viejo Vergel, se preparaban algo que sabía a medicina contra la tiricia, bebían, agarraban “tono” y salían a bailar algo de Pablo Beltrán Ruiz o de Pérez Prado.

Los primeros sesenta minutos eran previsibles:

Los señores hablaban del Guadalajara y el América, criticaban a Ángel Fernández por exagerado, elogiaban a Fernando Marcos (“ése sí es culto”), confesaban que El Cordobés (un torero español que triunfó en México) les caía en el hígado, y terminaban por ignorar a sus esposas.

Ellas, en tanto, se refugiaban hablando de las muchachas de servicio y generalizaban al decir que todas eran unas fodongas, buenas para nada. Así se pasaban la primera hora: hablando pestes de quienes en realidad mantenían las casas limpias y agradables.

La segunda hora transcurría con los señores sacando a bailar a sus señoras, pero viendo las caderas de la mujer del prójimo. El prójimo, por lo general, no sabía lo que tenía en casa. Y si lo sabía, no lo apreciaba mucho.

La tercera hora sorprendía a los señores con la segunda o tercera botella de Viejo Vergel o Don Pedro, o Presidente. ¿A cuántas generaciones de mexicanos les habrán dañado el hígado los señores Domecq? Francamente dudo que el famoso Pedro Domecq alguna vez haya tomado una copa de su horrible brandy. Era bueno para limpiar monedas antiguas, pero no para beberlo.

Con las corbatas desanudadas, los sacos en la silla, las esposas de mal humor y con el crepé caído, y la mujer del prójimo en su jugo, transcurría la cuarta hora de la fiesta.

Doña Lilia, para entonces, ya le decía a su marido:

—¡Ya no tomes, Beto! ¡Ya vámonos, por favor!

—¡Ya vas a empezar con tu cantaleta! ¡Siempre me estás limitando! ¡No sé por qué me casé contigo! —respondía éste con un lenguaje francamente deteriorado.

Y así terminaba la fiesta. Vómitos por aquí, colillas por allá, botellas en el piso, y la mujer del prójimo despampanante, bailando, para entonces, con el hijo de un amigo de su esposo.

—¡Qué grande estás ya, Ricky! Debes tener muchas novias. A ver cuándo pasas a visitarnos a la casa —decía ella con aire de promesa y con sus pechos en las solapas del traje Milano del muchacho.

El prójimo, mientras tanto, le confesaba al papá de Ricky que tenía un romance con su secretaria, llamada Irene: una mujer despampanante que tenía tres años de haberse divorciado.

—¡Es un avión, carnalito! Y no sabes lo que hace en la cama. Eso sí: ¡la tengo bien atendida!

Al final de la fiesta, con los meseros medio limpiando el desastre, los señores se llevaban a sus señoras entre elocuentes zigzagueos y palabras ininteligibles.

De reojo, con una envidia sobria y lúbrica, veían a la mujer del prójimo demasiado cerca de Ricky y con las zapatillas encima de los mocasines adolescentes.

Al día siguiente, varias sufridas señoras de servicio tenían que limpiar los vómitos y la porqueriza de tan agradables señores y señoras.

¡Qué tiempos y jornadas, apreciado señor Domecq!

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