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jueves, noviembre 21, 2024

El artista plástico poblano, una interrogante metonímica

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Hay momentos en los que el acto simple de mencionar un nombre es preguntar por la existencia fáctica de aquello a lo que se ha nombrado, con lo que se comprueba que la boca no se abre para hacer como que uno mastica. Peor aún, hay veces en las que hay que comprobar que no se están arrojando flatulencias por la boca; ya demasiadas salen del trasero y algunas más de los escapes de los autos.

En el caso de aquello a lo que se llama “artista plástico poblano”, personaje que bien podría haber salido de las páginas pegadas, rígidas y rugosas de algún bestiario medieval, la pregunta demanda pasar cada termino por el bisturí y, al mismo tiempo, poner a prueba la serie de ligamentos, músculos y huesos que mantienen unidas sus extremidades.

La palabra artista no nos dice mucho por si sola; podemos caracterizarla por su matiz creativo, pensarla de lado de la poiesis, dotar al artista de una serie de atributos divinos que le permitirían no solamente la creación ex nihilo de objetos sino también la creación de sí mismo ex nihilo; o por su aspecto técnico y pensar en el artista como el experto tradicional, aquel que por medio de la herencia otorga una continuidad a un hacer transformador de la materia. Aún si nos avocamos a una u otra definición, hay que coincidir en un punto: el artista se define por aquellos a quienes sirve y aquello de lo que toma cuidado, por su servicio.

Como en este caso se habla de “el artista plástico” habrá que inclinarnos por el segundo matiz, el artista como experto tradicional que trabaja con la materia. El artista que trabaja con la materia es necesariamente público. No existe materia privada. Ninguna materia bruta que sea transformada por las manos en lo que se designa como “obra de arte” existe solo para la conciencia creativa.

Al tener que ocupar un espacio expositivo, un lugar en el cual el espacio se abre y se vuelve punto de reunión habitable, el artista adquiere un compromiso con el espacio que está destinado a abrir, aquel en el que de facto se encuentra, y aquellos a los que está destinado a congregar. Existe la posibilidad de mover una obra plástica, sin embargo, lo plástico siempre lidia con su facticidad y lo que no se puede negar es que, por más que se mueva una obra de lugar, pertenece solamente ahí donde ha sido concluida, está dada en un solo espacio; las huellas y restos de este lugar le delatan exactamente ahí donde no quiere declararse. La huida es ya en sí misma una declaración de origen, quien se va corriendo esta ya herido y dejando una estela de sangre en su prisa.

Por lo tanto, cuando se usa la expresión metonímica “artista plástico poblano” uno tendría que olvidarse de una vez y por todas de la promesa conservadora de regresar al barrio del artista, a los bodegones con dulces poblanos, las escenas de la catedral y calles coloniales; la situación en la que se encuentra la ciudad se puede expresar con una simple referencia a Rem Koolhas: “el hecho de que el crecimiento humano sea exponencial implica que el pasado se volverá en cierto momento demasiado “pequeño” para ser habitado y compartido por quienes estén vivos”.

Hablar de “arte plástico poblano” no se trata de conservar la idea de ciertos valores que antaño se hubieran podido pensar como lo “poblano”, si se hiciera ello no habría ni arte, ni plástica, ni Puebla, no quedaría nada. A Puebla le han destrozado los turistas, algo que se hace evidente en instituciones que no distinguen ni entre turismo y cultura, tampoco entre cultura y arte. Lo “poblano” no puede seguir relacionado con lo que alguna vez fue considerado “el centro”. La conversación tendría que desarrollarse en el marco del estar y no en el ser.

Lo que era la ciudad ha fenecido, se ha acabado, eso es evidente, pero algo que es aún más evidente viviendo en una ciudad como Puebla es que el tiempo no pasa de la misma manera para todos. El sentido en el cual se puede entender que no compartimos el mismo mundo puede entenderse de dos maneras: una sería la de las clases dirigentes que han decidido amurallarse en las afueras de lo que antes reconocíamos como la ciudad, en espacios habitacionales sacados de moldes indiferenciables los unos de los otros; la otra pone en aprietos al artista plástico y poblano porque le demanda mirar y cuidar de aquellos que no alcanzan a ponerse al día con el hecho de que el mundo está a más de 40 años luz de lo que están viviendo.

Pero no se necesita al artista platico poblano para despertar a la gente de su sueño moderno y darles la noticia de que estamos en el siglo XXI, por el contrario, está ahí para proveer con una simulación que permita vivir el lugar del que no pueden escapar. A estas alturas del partido, “poblano” solo es aquel que está atrapado. He aquí el verdadero aprieto de encontrar un artista genuinamente poblano, basta mirar las premiaciones a proyectos artísticos y lo que se ha expuesto en la Galería Municipal cuando se ha tratado de investigar a los artistas en la ciudad para darse cuenta que hay artistas plásticos en Puebla, mas no hay “artistas plásticos poblanos”.

Hay artistas plásticos en Puebla, pero en realidad ninguno de ellos piensa en los poblanos, ninguna obra concreta se identifica con el poblano o provee al poblano con un objeto en el cual mirarse y con el cual reconocer a sus cohabitantes.

En realidad, cuando uno se pone a pensarlo, la pregunta ¿qué ha de ser un poblano?, en un tiempo en el que la muerte de Dios se ha vuelto tan común y poco aterradora como para que los memes acerca de ello hayan perdido toda gracia, es bastante interesante; por lo menos en cuanto sugiere que esto a lo que llamamos “ser habitante de una ciudad” no consiste más que en tener una temporalidad demasiado especifica como para ser reducida a un par de edificios o artículos folclóricos comodificados.

Dada esta sugerencia, no será acaso el “artista plástico poblano” un agente encargado de cultivar una temporalidad, expansiva como enredadera, que da sustancia a un espacio que de otra manera no sería menos que un corral y sin la cual aquellos que no pueden darse el lujo de volverse entes hipermóviles del siglo XXI no pueden sino sobrevivir en calidad de máquinas de tragar y excretar.

Por lo tanto, el deber del “artista plástico poblano” no es otro sino ser contemporáneo, no como un energúmeno que no puede dejar de perderse la última tendencia en redes sociales, ser verdaderamente contemporáneo, aquel que sostiene y enfrenta la temporalidad a la que ha sido arrojado en contra de la desertificación devoradora del globo.

La ciudad de Puebla es probablemente una ciudad que, como otras pocas, tiene algunas condiciones de posibilidad concretas para plantear esta empresa:

No es una ciudad que se pueda retrotraer a una relación esencialista con la tierra en la que está emplazada, su condición de sitio de paso le otorga de facto la certeza de ser un montaje, este conjunto de edificios que llamamos la ciudad es ella misma una construcción, y no cualquiera, la ciudad de Puebla es un escenario.

Como toda ciudad con tintes barrocos de la época colonial, hubo una buena dosis de capricho a la hora de construirla. Si la capital o incluso Cholula pueden argumentarse como ciudades o pueblos que existen en cuanto heridas abiertas del proceso de conquista. Puebla por otro lado existe como una ciudad que sucedió porque venía bien que sucediera, era conveniente, hacer una ciudad precisamente en este lugar nunca fue necesario, fue una sugerencia divina (si hemos de prestar atención a la historia mítica de su fundación).

No solo, de acuerdo al mito, la ciudad fue concebida en un sueño, sino que en aquella ensoñación fue trazada por los mismos ángeles, usando, sin duda alguna, ningún otro plano sino aquellos de la apocalíptica y platónica Nueva Jerusalén. Este elemento ya aporta cierta deontología urbana y arquitectónica.

Habría que pensar entonces que, aún después del lento fallecimiento de su moralismo mocho, su rancio cristianismo, el malinchismo latente o simplemente la mala actitud con la que se nos caracteriza, lo último en vivir y en desvanecerse de esta ciudad es la promesa de un espacio atemporal.

El modo de vida que se ha desarrollado en tal emplazamiento es fruto también del capricho, lo que en cierta forma lo hace también un deseo de felicidad, una espera de lo milagroso, el milagro de ser exactamente eso que les ha venido a bien ser.

Esto no quiere decir en ninguna manera que se hubiera de tomar la Puebla arcaica como modelo urbanístico para todas las ciudades, tampoco que “el artista plástico poblano” sea un modelo de relación entre el artista, el territorio y las estrategias de resistencia que deba ser promocionado y aplicado en todas las urbes de este país. Este texto es acaso una introducción somera a una pregunta que concierne solo de manera local, si algo más se puede aprender de él es cosa buena, pero ese no es el objetivo.

Todo este texto parece hablar más hacia arquitectos que a artistas plásticos, parece haber un planteamiento de problemas más cercanos a la arquitectura que a la pintura o la escultura.; esto es por una argucia de doble filo: tanto la arquitectura necesitaría retornar a lo que hay de metafísico en la plástica, al menos en lo que refiere al urbanismo, tanto otro a los artistas plásticos les vendría bien recuperar su vocación original de constructores de lo público, aún si esto es a la manera de una simulación de lo que nunca sucedió en este campo baldío.

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