Un día estás muy cómodo en la gris medianía. Anochece y algo se mueve. Despiertas y el mundo sigue ahí y tú en él. Pero temes no haberlo visto lo suficiente para aceptar que te ha faltado andarlo.
Una mano invisible te toca el hombro. Tú estás en la esquina del trampolín, donde llevas mucho tiempo muerto de miedo, dudando si aventarte o no al vacío. ¿Qué vacío es ese? Volteas, y cuando menos te das cuenta, esa mano sólo te roza y te ayuda a dar el salto. Tú no opones resistencia y caes.
En el trayecto del clavado, ves pasar tu vida con precisión cinematográfica. Hay bienestar en el vuelo. La incertidumbre es una planta que da aciertos. Finalmente, tu cabeza parte el agua en dos. Era menos dura de lo que pensabas. Se abre como un par de brazos que te reciben. El agua te succiona hacia el fondo. Te moja, te espabila. Ya estás dentro. Y lo demás, lo que viste mientras caías, se difumina entre las corrientes subterráneas.
Dentro hay otro tipo de vida. Hay sonidos ininteligibles. Hay ingravidez. Hay liviandad.
Miras hacia arriba y distingues el exterior. Ves el trampolín del que te aventaste. Ya no luce imponente. En realidad, está bastante enano.
También miras, como en un espejismo, la mano que te aventó. Pronto tu propia sangre te impulsa a subir. Sales del fondo. Vuelves a escuchar. Vuelves a ver. Tomas una bocanada de aire y el silencio ahí está, como un pliego de papel en blanco, esperando a que lo llenes. A que pongas, otra vez, el primer punto sobre el plano.