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jueves, noviembre 21, 2024

La morenita y el Caguaman

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Conocí al Caguaman en un concierto en el viejo Salón de Ferrocarrileros.

Conocido por dar cabida a lo más marginal de Puebla para que pudieran escuchar a sus grupos aztecas de rock.

El Transmetal nos llevó al Caguaman y a mí a conocernos por azares del destino.

Cuando comenzaron los primeros acordes de la banda, en lugar de ir corriendo como locos, nos quedamos en nuestro lugar.

Y desde ahí disfrutábamos el espectáculo.

Una rola trajo un grito de euforia.

Luego un intercambio de palabras y cuando caí en cuenta, un cigarro y compartir mi caguama en bolsa me permitieron ganarme su amistad.

(Algo valioso en un lugar repleto de puros chacales).

El Caguaman era de Lomas de San Valentín.

Hacía honor a su apodo por ser un mago en el robo de caguamas en cualquier tiendita.

Si iba por un frasco, regresaba con dos. Si iba por dos, llegaba con tres.

Era el multiplicador de los panes y peces de levadura y alcohol.

El Caguaman tenía varios trabajos.

El más decente era como cargador de una abastecedora de productos en el sur de la ciudad.

El más taimado: rompe madres por unos pesos.

(Una vez me reveló que fue contratado para ir a golpear a trabajadores en una planta. No abundó más).

Con el paso del tiempo nos hicimos más cercanos.

Nos veíamos una vez a la semana y no solo en los conciertos como en el principio.

En su zona conocí a toda su banda. Puros chacales doblados de inhaladores de tíner.

Por una extraña razón, el Caguaman siempre procuraba mi protección.

Me decía que si un día le pasaba algo me fuera corriendo.

Y ni me acercara porque me iba a quedar sin zapatos.

Su sentencia había que tomarla al pie de la letra.

Tenía una mirada fiera, propia de los chavos marginados que saben que no tienen futuro, me dispensaba una extraña amabilidad.

(Sus compinches me decían que con nadie era así).

La banda del Caguaman, Los Pañales, tenía pique con la banda de Los Diablos.

Nunca asistí a una pelea, pero supe de muchas al calor de las caguamas y los cigarros.

Sin embargo, un día conocí al otro Caguaman.

Entre caguamas, cigarros, mota y uno que otro güey ido por el tíner, comenzamos a platicar sobre una rola que abordaba el tema de la religión.

Con una arrojada ignorancia se me ocurrió decir que la Virgen de Guadalupe era “una mamada”.

El Caguaman endureció su mirada, se abalanzó y con nava[1]ja en mano me advirtió que “no me pasara de lanza”.

Uno de sus compinches lo tomó del brazo y me lo quitó de encima.

La enseñanza: Hasta el más chacal tienen corazón guadalupano.

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