Grano tras grano, el amor erosiona»
Robert Fripp (Islands/ King Crimson)
Esther y Juan parecen la pareja perfecta: son guapos, tienen tres hijos sanos y curiosos, viven en un rancho maravilloso en Tlaxcala. Se aman.
Juan es poeta; un poeta de esos que nacen, crecen y viven en La Roma, pero que evidentemente no come de su poesía (¿quién en este país puede hacerlo?), así que echa mano de su otra pasión: los toros. Juan es ganadero, lo que presupone que proviene de una familia ciertamente pudiente (criar toros de lidia no es para proletarios). La vida ha sido generosa con Juan. Y él ha sido generoso con los suyos. Quien se dedica a los libros, y más que a los libros, a la poesía, ve el mundo distinto. El poeta es aquel que encuentra la belleza en la monstruosidad y viceversa. También el poeta algo sabe de hedonismo. Los poetas no sólo ven lo mismo que los demás mortales ven, sino que además tienen la capacidad de verlo del otro lado.
Quien ha leído a Marlamé sabe que la carne es triste.
Esther es la segunda mujer de Juan. Antes de casarse con ella, la tuvo de amante; para ese momento Esther era todo aquello por lo que Juan podía saltar y estrellarse. Esther lo hacía sentir el hombre más libre de su vida. Ella trataba de impresionarlo a diario como lo hacen las amantes fervorosas: satisfacía todos sus caprichos, no reclamaba; era la cómplice perfecta para llevar a cabo pequeños crímenes como huir de casa y desaparecer un fin de semana. Juntos aprendieron las bondades de las mentiras piadosas y pactaron que aquel amor no se iría al caño en cuanto la rutina amenazara con aplastarlos. Juan quería ver siempre a Esther plena, sensual y realizada, por lo mismo le propuso algo que, según esto, los libraría para siempre del infierno de los celos y la posesión: En cuanto se fueron a vivir juntos, y más tarde, cuando abandonaron la vida citadina y se enfrentaron a una relidad bucólica rodedada de las bestias más viriles del planeta (los toros), Juan le dijo a Esther: coge con quien quieras.
Y sí lo hicieron. Mientras Juan se dedicaba a las musas y al ganado, Esther se iba a acostar con otros hombres cuando los niños iban al colegio. Luego, la mujer regresaba por las tardes apacible y alegre. Juan sabía cuándo sucedían estos eventos. Cuidaba de ella a la distancia, y en dado caso que diluviara ese día, él simplemente le enviaba un mensaje de texto: “llueve. Mejor quédate donde estás. Lo prefiero a ponerte en riesgo”. Al final del mensaje, Juan siempre escribía: Te amo.
Y en verdad la amaba. La amaba aun sabiendo que otros hombres poseían su cuerpo. ¿A pesar? O, ¿no sería acaso que Juan propiciaba esas pequeñas fugas como una suerte de vacuna? Teniendo por entendido que la vacuna no es otra cosa que la propia enfermedad pasada por agua.
Si el amor es uno de los venenos más letales, ¿cuál es el antídoto? ¿Más amor? O lo que uno cree que es el amor: libertad. ¿Y qué es la libertad? Citaré a Nina Simone: la libertad es eso que uno siente cuando se ha desprendido del miedo…
Se llaman Juan y Esther, pero bien se pueden llamar Petra y José.
Juan y Esther son personajes salidos de la mente de Carlos Reygadas, el cineasta, quien curiosamente es el propio Juan de su película.
Reygadas es Juan dentro de la pantalla, y le sale tan bien ser ese Juan que uno puede confundirse y pensar: quizás también haya sido Juan fuera de ella.
Quien haya visto sus películas sabrá que Reygadas está zafado, o quizás no: quizás sea más cuerdo que todos nosotros: quizás todo lo que plantea en sus guiones es lo que todos desean en su fuero interno, pero al saber que «no es correcto», lo reprimen, o no; es más probable que lo oculten.
¿Quién no sueña con que su pareja sea tan generosa, o tan evolucionada, o tan cool, como para decirle al otro: coge con quien quieras, que yo acá te espero, y esa cogida, te lo aseguro, será lo que mantenga encendida la llama acá, en nuestra casa, en nuestro hogar?
Por una razón obvia de usos y costumbres el hombre es el que más fantasea con obtener esa venia por parte de la mujer, y sin miedo a equivocarme puedo asegurar que muchas de las parejas con las que convivimos a diario, las que se ven más unidas y sólidas, son aquellas cuya confianza ha llegado a tal grado que utilizan esas escapadas del hombre como parte de la trama que se sublima en sus propios lechos.
Suena injusto que en tiempos de la igualdad de género sea una mujer quien escriba que sí, que, aunque lo neguemos, la mujer sigue siendo quien normaliza la infidelidad, pero, ¿qué es la infidelidad sin la mentira? No es nada. Es un simple juego que se gana mediante algo que es difícil de obtener: la sabiduría.
El caso opuesto es más complejo: por un tema de usos y costumbres el hombre jamás verá visos de sabiduría en asumir que es el cornudo, si no todo lo contrario: es la peor afrenta. Es la muerte del honor. Aceptar lo que Juan acepta es, en el mejor de los casos (dentro de una sociedad como la nuestra) auto inmolar su hombría.
Hay pocos, poquísimos Juanes en nuestro entorno. Pero Estheres hay muchas… lo único que cambia es el contexto: las Estheres que nos rodean guardan para sí su secreto en aras de no perecer a causa de sus virtudes amatorias. Las Estheres nuestras sufren en silencio la ausencia del amante dentro de sus matrimonios porque el marido por lo general deja de ser amante en cuanto se posa genuflexo frente al cura y dice: sí, acepto.
Pero hablemos de la Esther de “Nuestro Tiempo”, la espléndida película de Reygadas.
Esther ha llevado una vida maravillosa al lado de su cómplice, Juan. Es una mujer guapa, entrada en esas carnes de la cuarentena que dotan a las mujeres de una sensualidad irresistible.
Esther es buena madre, buena amiga. Decidió renunciar a la comodidad de la capitalina aburguesada con tal de que su hombre pudiera decantarse en la poesía.
Esther ama a los toros tanto como Juan. O quizás en su interior esos toros ocultan una gran metáfora que no descubrirá hasta que tanta libertad la lleve a la catástrofe.
Nada más masculino que la figura del toro. Nada más potente sexualmente hablando. Nada, también, más peligroso a la hora de confrontarlo.
Esther ha venido follando con quien quiere durante años y Juan ha estado satisfecho con los resultados de esa ecuación…
Los cínicos, lo sensuales, los hedonistas, los que se creen muy evolucionados han llegado a afirmar que la mejor pareja es de tres. Ojo: siempre y cuando el tercero sea algo parecido a un llavero que se guarda en el bolso y no importa si se pierde porque en él no hay llave que abra ninguna puerta.
Lo malo es cuando todo se sale de control y ese llavero contiene la llave que abre absolutamente todas las puertas; ¿la más importante? La que te conduce al umbral que te empuja hacia una salida sin retorno.
No reseñaré el final de película, creo que es obvio.
Lo que sí quiero es reflexionar sobre los peligros de abrir esas puertas…
No a todos les pasa. No a todas le pasa. Pero quienes han tentado a la suerte pensando que la fidelidad es un invento judeocristiano para matarnos de culpa y atarnos a una sola persona, saben que, de pronto, toda esa negación, todo ese nihilismo pueden llevarnos al delirio.
Como pareja podemos llegar a acuerdos tácitos o abiertos. Podemos incluso excitarnos con la idea de que la permanencia del fuego se ceba en el peligro; y pude funcionar por un tiempo. Cuando las cartas están abiertas no hay trampas, por lo tanto, no hay engañados ni desilusionados. El juego parece justo, divertido, aunque sea sólo uno de los participantes quien (aparentemente) lleve mano al ser el activo dentro de la promiscuidad (en este caso es Esther, es ella).
Juan era un hombre feliz, aparente alivianado. Un poeta, carajo; esos que todo lo han leído, y por lo mismo, nada les asusta, y por lo mismo, todo sirve como material de escritura. Finalmente, en la poesía se expande el lenguaje, ergo, el mundo crece y deja de parecer un grano de arena. Cuidado: Robert Fripp lo dice: de grano en grano, el amor erosiona.
Sin embargo, hasta el día de hoy, ni ser poeta ni ser el señor de los toros exenta a un hombre de caer en la terrible maldición de ser humano pero, sobre todo, de ser un animal que por instinto marque su territorio.
La vida de Juan era perfecta, al menos eso parecía hasta que descubrió que lo suyo no era evolución, sino una tremenda soberbia intelectual. Lástima que literatura no sirva para inhibir eso que, paradójicamente, es la parte que nos hace hombres y, claro, que al poeta lo hace poeta: esa cosa que estorba al artista para pasar por encima de su obra: los sentimientos.
La vida de Esther era maravillosa: tenía a un hombre admirable que la dejaba ser, que la compartía y hasta la valoraba más al verla regresar, ahíta, y en cierto grado sumisa.
Todo iba bien. Ellos eran la prueba viviente que la comuna podría ser un sistema viable contra el hartazgo.
Esther era bella y poderosa. Tenía el pleno control de su cuerpo y del cuerpo amado, hasta que un buen día dobló la apuesta y quebró al oponente. Esther se enamoró y los toros lloraron.
Qué analogía más terrible de la pérdida del poder es esa; que el animal más altivo del mundo se colapse bajo una austera niebla…