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lunes, abril 29, 2024

Kenzaburo, el rebelde

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Lo primero que leí de Kenzaburo Oé fue la traducción al inglés de Una cuestión personal. Pronto entendí por qué Henry Miller lo había comparado con Fiódor Dostoyevski, quien sacude a los lectores con fría genialidad, manteniéndonos en la cuerda floja que va de la esperanza a la desesperación y de regreso.  

Novelas como El grito silencioso, A Quiet Life (no encontré traducción al español) y la mencionada antes le ganaron el desprecio de algunos intelectuales japoneses, pues lo consideraban “excesivamente occidentalizado”. De hecho, buena parte de su obra recuerda al maestro de narrar un asunto trivial, insignificante, que de pronto tiene que ver con los que están alrededor, luego establece meandros con aquellos que conforman la comunidad local, se extiende a los ciudadanos de la nación y termina siendo un asunto que atañe a los habitantes del mundo entero, incluidos animales y plantas. Ese maestro fue William Faulkner. 

Oé nació en 1935, lejos de las urbes, en un pequeño poblado de los bosques de Shikoku. Dado que su padre murió durante la Segunda Guerra Mundial, Oé y sus otros siete hermanos fueron educados por su abuela, quien les contaba cuentos tradicionales del Japón rural, y por la madre. Esta última solía leerles libros llenos de emociones y periplos escritos por Mark Twain (Las aventuras de Hucklebery Finn) y Selma Lagerlöf (Las extraordinarias aventuras de Nils Holgersson). 

Creció en un país derrotado, hecho pedazos, tanto física como emocionalmente. Todas sus creencias, incluida la idea de que el emperador era un ser divino, se derrumbaron en 1945. Una década más tarde (1957) estaba publicando su primera noveleta, Shiiku (La presa), acerca de la amistad que consiguen cultivar un niño japonés y un prisionero de guerra norteamericano negro.  

El año siguiente lanzó su primera novela de largo aliento, llena de cruel realismo: Memushiri Kouchi, traducida al inglés como Nip the Buds, Shoot the Kids, en español “Corta de raíz, dispárale a los niños”, en la que un grupo de adolescentes convictos, trasladados a un pueblo debido a la guerra, son objeto del recelo y el puritanismo irracional del “buen pueblo”. 

La desgracia y la sublimación a través de la literatura lo persiguieron toda su vida. En 1963 su esposa, Yukari, dio a luz a un hermoso niño, Hikari, aquejado por una hernia en su cerebro tierno. Los médicos le aconsejaron a Oé que lo dejara irse. Según contó él más tarde, en un momento esa posibilidad cruzó por su cabeza. “Un pensamiento desgraciado”, dijo luego, “que ni el más poderoso detergente ha podido arrancar de mi vida”. 

Sin embargo, el haber conocido a sobrevivientes de Hiroshima y escuchado sus terribles experiencias fueron un par de cachetadas y un balde de agua fría. En su ensayo “Notas de Hiroshima” afirmó haber sido adiestrado como escritor y haber aprendido lo que significa ser un humano en el momento en que Hikari nació. Con esos tres aprendizajes siguió luchando. 

La publicación de una colección de relatos (A Healing Family) confirma lo dicho acerca de lo agridulce que fue su vida. Luego de haberse convertido en un éxito de librería, los críticos lo acusaron de explotar el infortunio de su hijo para ganar dinero. No era posible ser tan sincero, tan ingenuo al otorgarle a Hikari el crédito por enseñarle que el arte puede ser un instrumento sanador. La vida viene primero, respondió Oé, la literatura después.  

Además, escribía “como occidental”. Acosado, a principios de la década de 1990 dejó de publicar ficción. “He perdido mi voz”, aseveró. Entonces, en 1994, le dieron el Nobel, lo cual lo animó a sumergirse de nuevo en los mares bravíos de la ficción. Pocos días después de haber sido notificado por la Academia Sueca de Ciencias, el gobierno japonés le ofreció la Orden de la Cultura japonesa, distinción que rechazó arguyendo no reconocer ninguna autoridad o valor más alto que la democracia. Se hizo un escándalo, llegaron a amenazarlo de muerte. 

Un suceso obscuro se transformó en un momento glorioso cuando Hikari resultó estar especialmente dotado para la música, llegando a ser un compositor reconocido. Oé bromeaba diciendo que lo que creaba su hijo se vendía más que sus novelas, cosa que lo ponía muy feliz. 

Kenzaburo se rebeló contra el destino fatal, contra los clisés de lo que debería ser o no la ficción japonesa; fue un activista en contra de la guerra, de la energía nuclear y el resurgimiento del nacionalismo; buscó una compensación para las esclavas sexuales coreanas durante el conflicto bélico mundial. Siempre abogó por una reconciliación entre China, Corea y Japón. Murió el 3 de marzo de 2023. 

Una de las escenas más conmovedoras de Una cuestión personal es aquella en la que el narrador es zarandeado por una pandilla juvenil cuando va saliendo del metro. Resignado, piensa en los días en que él, ágil y fuerte, les hubiera dado una paliza por arrogantes. Pero ahora ya es viejo, las articulaciones lo traicionan, sus reflejos han menguado. Y tiene un hijo con una condición cerebral que lo espera en casa. 

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