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jueves, noviembre 21, 2024

La evolución, involución o revolución de nuestras opiniones políticas

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¿Por qué cambiamos de opinión? ¿Sucede cuando mejoramos nuestro conocimiento? ¿o abandonamos nuestras creencias previas por otros motivos?  Este misterio ha sido objeto de estudio en la filosofía de la ciencia, pero analizado holgadamente, también nos ayuda a comprender por qué a veces las opiniones de los demás nos parecen tan incómodas como una habitación llena de moscas.  

Una de las ramas de la filosofía examina el origen y significado de las transformaciones radicales de las teorías científicas, como el divorcio de la revolución copernicana con la teoría geocéntrica. Los psicólogos cognitivos han aplicado estas respuestas filosóficas para explicar el desarrollo de la cognición humana en diferentes etapas de la vida. Por ejemplo, investigan la comprensión y dominio súbito de los números naturales en ciertos meses de la infancia.  

Resumiendo una discusión extensa, se han clasificado los cambios de opinión en diferentes tipos. Los hay descafeinados, como cuando se enriquece una hipótesis con más y mejores datos, o los hay recalcitrantes como cuando se abandona una teoría para explicar con otra el mismo fenómeno. Además, existen cambios aún más intensos, como los de las teorías amuebladas con conceptos distintos a las de sus antecesoras. Se clasifica a estos últimos cambios como “inconmensurables”, y son cautivadores porque vuelven a las teorías imposibles de traducir entre sí. Kuhn, Kitcher y Feyerabend han escrito extensamente sobre el tema en la filosofía, Carey y Spelke en la psicología cognitiva. 

Los cambios inconmensurables son fascinantes. Es como si a alguien de pronto se le ocurriera “ups, mi teoría antigua ya no sirve aquí, mejor la tiro” (e.g., el flogisto). O como cuando alguien presenta un pretexto enredado e implausible argumentando “no puedo explicarlo en términos comprensibles, pero confía en mí”. Otro ejemplo sería el truco de dividir un solo concepto en varios difíciles de distinguir (e.g., temperatura y calor), es como si un ilusionista timador dijera “¡Voila! ¡Antes lo veías como un lápiz, pero ahora son dos instrumentos diferentes, uno para pensar oraciones y otro para escribirlas!”  

Un estudioso mediocre de filosofía es impermeable al pensamiento abstracto. Esta clase de individuos se distingue por conectarse personalmente con cualquiera de los problemas que aborda. Así hago yo. Al leer sobre cambios conceptuales me es difícil no evocar mis relaciones fracasadas. ¿Abandoné a mi pareja por haber enriquecido mi experiencia? ¿Y la anterior me dejó porque revisó sus creencias sobre mí? Y con la de antes, ¿experimenté un cambio tan profundo en mis opiniones sobre ella o sobre la relación a tal grado de convertirme en una persona diferente, incapaz de comunicarme con mi versión previa? 

También pienso en la transformación de mi postura política. ¿La cambié o sólo la adorné? ¿Decidí desechar mis creencias anteriores motivado por algún argumento o dato? ¿O el asunto del que trata el cambio ni siquiera es el mismo entre una postura y otra, y no lo aprecio? Sospecho que se trata del tipo de cambio más recalcitrante. ¿Cómo lo sé? Porque las personas con preferencias políticas parecidas a las que yo tenía anteriormente no parecen escuchar mi arenga; a veces ni siquiera se molestan en contestar mis planteamientos, me observan con la conmiseración con que los cuevanenses miran a sus vecinos de Plan de Abajo, quienes confunden lo grandioso con lo grandote. Mis palabras apenas si tienen significado para ellos.  

Y tal vez sucede lo mismo a la inversa. Conversamos intentando secar un pantano con una esponja húmeda. Los principios desde los que partimos son inescrutables para el otro, contrastarlos es tan infructuoso como comparar una función contra una geografía, como comparar los autos de cuatro ruedas contra los fabricados en Alemania (Gary Gutting dixit).  

¿Será que la polarización a la que tanto se hace referencia no es sólo una disputa de datos, ni de intereses, ni siquiera de actitudes, y más bien es conceptual? En ese caso cada bando jugaría un deporte diferente en canchas distintas, sin compartir ni las reglas ni los objetivos con el otro. Si eso es verdad, el juego obviamente no empezó en el 2018.  La comunicación es casi imposible desde hace mucho tiempo atrás.  

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