Sólo la distancia da verdadera perspectiva; en el mapa, en el territorio y en el punto sobre el plano.
Comenzamos a morir cuando nacemos; vamos en contraflujo del tiempo sin darnos cuenta, sin embargo, nos negamos a aceptar que todos los relojes ejecutan una contradanza forzada caminando de derecha a izquierda, pues ese soplo misterioso que nos pone en órbita en realidad siempre corre hacia atrás. La lluvia y las lágrimas son dos cosas que suelen habitar en el pasado.
Uno no puede llorarle a la luna que vendrá.
No se puede sufrir el futuro si no se ha instalado en el instante, y cuando nos damos cuenta, también ya forma parte del pasado. No existe manera de reaccionar ante un golpe antes de ser tocados.
El dolor es aviso; también recordatorio.
Los que vivimos para ver la muerte de otros nos dolemos: esa partida es un aviso que pronto se convierte en recuerdo. Pero un día el asombro del evento se va y es hasta entonces que podemos ser claros y mirar a la muerte en su dimensión real: como el único destino.
Michel de Montaigne dice que el que ha vivido unos minutos y el que ha vivido cien años, ha vivido ya toda su vida.
Así de frío…
Los números no conocen de apego ni filiaciones. Son un pulso sin corazón. Rendimos tributo a la muerte cada noviembre, como quien mete la punta del dedo a una poza de aguas semicongeladas: con valentía, pero presintiendo en el espasmo que viene.
Ver morir a la gente es aproximarse a misma poza helada; uno la toca sus aguas y quiere salir huyendo en busca de la vivacidad de la llama.
Hay hombres que abdican de la vida antes que la muerte los jubile.
Hay otros a quienes la muerte los arranca de tajo, sin enterarse que la poza gélida los ha succionado para sí, y sólo la distancia da la perspectiva.
Y el consuelo de saber que el dolor no toca al que ya no está.
En memoria de Gerardo Islas.