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jueves, noviembre 21, 2024

La casa que somos

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Hace catorce años salí por última vez de la casa que ocupé durante el tiempo que duró mi matrimonio. Era una casa linda, con gran jardín. Una casa que se construyó específicamente para mi familia: dos recámaras, una cocina, una sala- comedor, patio, estación de servicio y dos baños. Una casa normal, nada lujosa, pero nueva: justo para la familia de tres que fuimos en su momento: papá, mamá e hija.

Durante siete años la habitamos, ahí nació mi hija y corrió libre mi perra.

Al poco tiempo de llegar, plante arbolitos frutales, una enredadera de chayotes, un órgano y tres pinos en la parte frontal.

Los pinos harían las veces de barrera para que los curiosos y los peatones que pasaran por fuera no vieran hacia el interior.

El jardín era enorme. Lo suficientemente grande como para hacer fiestas y dar mis clases de pintura.

Evidentemente los tres pinos que sembré eran demasiado pequeños como para cubrir la visión. Daban ternura, risa: tres pequeños cedros limón bien paraditos pero inútiles. La perra se salía a cada rato.

Cuando alguien planta un árbol espera verlo crecer. Crecer al mismo tiempo que uno envejece. Sin embargo, la vida dio un vuelco y un buen día salí de esa casa para no volver.

Esa tarde, escribí una nota: “aquí vivieron Daniel, Elena y Alejandra. Fuimos felices hasta hoy. Nadie leerá jamás esta nota, sólo ellos sabrán toda la verdad: los cedros”.

Enterré el papel debajo del pino central que, a pesar de haber sido y regado a conciencia, nunca sobrepasó el metro y medio de altura. Los árboles tienen sus tiempos, como los hombres, como los afectos. Crecen o se detienen, se tuercen o mueren sin avisar.

Hoy pasé por afuera de esa casa. El paisaje urbano estaba tan cambiado que me costó trabajo dar con ella. Hay casas nuevas y las que antes colindaban con ella, están renovadas.

Al fin divisé el número: 620. Me detuve, absorta. Los tres cedros son gigantescos y, por fin, lograron su cometido: tapar de la mirada de los curiosos la casa.

Me bajé del carro para husmear. Logré ver los cambios que los siguientes inquilinos hicieron: una terraza lateral, cambio de ventanas y puertas. El órgano y el chayote desaparecieron.

Es la misma casa y es otra. Parece que está deshabitada o que los dueños actuales van sólo de fin de semana o vacaciones.

Por un momento pude ver a mi hija de seis años jugando en el arenero que yo misma le construí, jugando junto a la perra que murió tres años después de la fuga.

Regresé al auto y sentí un escalofrío. Pensé en la nota bajo el cedro el central que, curiosamente, es un poco más alto que sus dos compañeros.

¿Cuánto tiempo pasaría antes de que esas letras se desdibujaran y el papel acabara desintegrándose?

Quizás un par de semanas. O quizás ahí siga.

Apreté el acelerador y los cedros se fueron perdiendo en el retrovisor.

Pensé que uno nunca deja del todo las casas que fueron nuestras. Nos parecemos a ellas o ellas toman alguna forma humana.

Planté lo cedros y no crecieron nada durante los años que estuvimos ahí.

Hoy son tres árboles bien erguidos y plantados, distintos entre sí: como las tres personas que una vez vivieron en la casa que ocultan.

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