Un gatito condenado a morir por equis enfermedad espera que una benévola pareja de millennials vaya por él al refugio que lo rescató y lo dará en adopción.
El gato ronrronea cuando se le acercan los que serán sus amos. Se lame una pata que tiene vendada, y de pronto, ve que la veterinaria lo regresa a su jaula. La pareja debe esperar a que el minino termine un tratamiento para podérselo llevar.
Hasta ahí todo bien, todo muy humano, lindo; se da mucho entre los jóvenes de esta generación que, en lugar de tener hijos tengan gatos o perros, pero no cualquier mascota, una adoptada, por aquello de la conciencia social, ecológica y la mano del muerto.
Lo que hasta ahora ustedes ignoran es que esa pareja decide adoptar al gato precisamente porque saben que está enfermo y el veterinario le da máximo un año de vida, o al menos eso les dijo cuando visitaron por primera vez el refugio. Un año de cuidar al minino es lo suficiente como para llenar ese hueco y al mismo tiempo pasar como buenos ciudadanos frente a los demás. Sin embargo, ese día, cuando van a visitar al gato y el médico les dice que regresen en un mes, les comenta que, si el gato recibe amor y muchos, muchos cuidados, su vida podría prolongarse hasta cinco años con dignidad.
La pareja se retira del hospital y llegando a casa se enfrasca en una conversación estupidísima sobre el tiempo: cinco años es demasiado, más para como están las cosas; para ese tiempo tendrán casi cuarenta y seguramente seguirán trabajando en sus mismas chambas inestables que detestan, no habrán construido nada ni tendrán un patrimonio; sólo ya no serán tan jóvenes y tendrán un gato, y tener un gato es tal como tener la mitad de una nada. Quizás para entonces ya se hayan separado y cómo se reconocerán si alguno de los dos perdiera la memoria; ah, claro, deben buscar una clave, algo que les haga recordar en el futuro quiénes o qué fueron, que no sea el gato, por supuesto, y así escogen una canción de Peggy Lee como contraseña.
Marcan en el calendario un mes para ir tachando los días que les quedan de libertad antes de que el nuevo miembro de la familia llegue; mientras, el gato vive como un gato enjaulado en el refugio, y su vocecita de gato monlogona con ilusión porque, al fin dejará de ser un homeless y tendrá papás, así como los perros finos que cruzan por la calle de la mano de sus mamás baby boomers con abriguitos y botas.
Con lo que no contamos es que esos treinta días serán caóticos: algo le sucede a la pareja que empieza a errar en casi todo y hacen el estúpido ejercicio de actuar como si esos treinta días fueran los últimos días del mundo: abandonan sus trabajos aborrecidos para dedicarse a ayudar a Greenpeace, y ella –que es bailarina y se siente sobrecalificada, obvio– intenta hacer un video diario para subirlo a internet como lo hacen las chicas más jóvenes: moviendo el trasero para ganar likes.
Resultado: ella acaba teniendo una crisis horrible y se mete en la cama del primer hombre que encuentra por ahí; él no vende un solo bono de “ayuda a un árbol” y se hace amigo de un viejo que se dedica a acumular objetos inútiles.
El muchacho se entera de la traición por ella misma; porque una chica millennial podrá ser libertina, pero debe tener responsabilidad moral con el otro y contarle lo que ha hecho aun a sabiendas que la nueva aventura será un fracaso y que su relación estable se irá al caño.
Obviamente pasa esto último. ¿Y el gato?
El gato muere en el refugio.
No hay cosa más triste que un gato muera en la víspera de su propia muerte anunciada.
Traducción a toda esta bella imagen: la generación millennial es incapaz de comprometerse a algo. Son blandengues, moralistas e imprácticos. Confunden la falta de ambición y el hambre de saber con una dotación de valores post new age.
¿Y porque escribir todo el rollo del gato y la pareja para resumir en dos líneas lo que ya sabemos?
Porque es una película que existe, y es maravillosa, y les recomiendo ver: The Future, dirigida y escrita por la genial Miranda July.
No diré más: vayan a verla a MUBI.