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viernes, noviembre 22, 2024

Instrucciones para salvar una soledad acompañada (o un matrimonio zombi)

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Según los guionistas de The Crown, al duque de Edimburgo le sucedió lo siguiente: tras haberse casado no muy convencido (pero con mucha ambición) con una mujer que lo eclipsaría siempre (no por su belleza ni por su cultura ni su curiosidad intelectual, sino por el establishment); después de una lucha interna con su ego, y de adaptarse a una vida cómoda (pero nunca del todo satisfactoria y feliz), en el otoño de su vida, él, Felipe, se hace de una compañía que le devuelve la ilusión por las cosas y le injerta la semilla del arraigo para ir en busca de sus orígenes en la trágica familia Romanov.

Sucede que el duque, ya setentón, vive un amor platónico con la esposa de un sobrino suyo que sufre una pérdida irreparable, y encuentra en los consejos y la compañía del viejo, una razón para seguir adelante.

La reina se entera y entra en un shock discreto, como todas las crisis que vivió: callada, sin escandalizar ni caer en conductas tóxicas.

Isabel segunda, la mujer más poderosa y conocida del mundo, tuvo entonces que apechugar ante el escenario que tenía enfrente, no sin antes hacer de tripas corazón y asomarse al espejo para auto infringirse dolor por su desventaja física, pero también recurriendo al gran camino de la sabiduría en aras de no resquebrajar una relación, que más que amorosa, estuvo siempre regida por la negociación, el pulso y la prudencia.

Cuando se ve acorralada ante la negativa de su marido a alejarse de esa “compañía que le hace tanto bien”, Isabel hace lo que deberían de hacer todas las señoras que saben que sus maridos están ahí por una cuestión de estatus o por un conflicto de interés arraigado: se abre a conocer a la mujer que hace feliz al que, más que ser su esposo apasionado, es sólo el padre de sus hijos y un peón más en su tablero.

Resultado: el señor pudo recuperar la alegría perdida mientras la esposa gozaba de su posición social.

No sé por qué ese capítulo me recordó mucho a las parejas poblanas que viven atadas a un matrimonio caduco; en donde ambas partes son infelices y cada uno vive castrado con tal de salvaguardar no sé qué tipo de honra o de retorcida directriz judeocristiana.

Parejas que, al contrario de la relación de la reina, no tienen siquiera en común el gusto por tomar el té como dos alegres ex compañeros de trabajo, sino todo lo contrario.

Las “reinas” de la casa se aferran al tipo que desprecian y, aunque hace mucho no usan la cama ni para matar chiches, impiden que el señor tenga una nueva compañera de vida que lo mantenga jubiloso, guapo y de buen ánimo.

Y hablo de las señoras porque el caso de los hombres, por lo menos en México, es completamente distinto: los sujetos que nunca han amado a sus esposas porque se tuvieron que casar con ellas, aunque nada tenían en común, se alegran y festejan que, tras la catástrofe que se da después del síndrome del nido vacío, sus parejas encuentren la dicha y se ilusionen con otra persona que obre el milagro de quitárselas de encima.

Esto supuestamente pasó con la reina de Inglaterra y su marido, quienes, por causas de fuerza mayor, jamás dieron el paso del distanciamiento oficial, pero en el interior vivían acompañados de sus respectivas y crueles soledades.

El capítulo es una joya porque muestra con lupa lo que todo mundo sabemos y vivimos: que el matrimonio (más si no fue por una verdadera pasión) saca lo peor de cada parte si no se llega a acuerdos justos y prácticos.

Pero es mucho pedir que esto suceda en nuestras familias clasemedieras.

Aquí sí encaja a la perfección la obertura de todos los cuentos de hadas: érase una vez en un reino, en un palacio. Una reina que no envenenó a la que consideraba una intrusa.

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