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viernes, noviembre 22, 2024

El viejo Dios no nos oye, este otro sí

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No estamos paranoicos. No. Eso que sentimos a cada rato como una presencia omnisciente e invisible que lee nuestros pensamientos, conoce nuestros deseos y los traduce, sí existe.

Y no, no es Dios.

Tampoco un voyerista o un tunante que asecha tras la puerta.

Esta entidad incorpórea, abstracta, va todo el tiempo a nuestro lado. Y es inteligente.

Es más, sin percatarnos, nosotros la invitamos a la fiesta, a las comidas, al trabajo, al baño, a la cama…

Nos conoce mejor que nuestros padres, amigos y pareja.

Atiene los ruegos del necesitado y cacha en el aire aquello que sólo se nos ocurre en el instante; como pretender comprar una cafetera, una bocina, una batería, una guitarra.

Pero la cosa no se queda ahí.

Este custodio celoso es capaz de procesar nuestros estados de ánimo. Sabe cuando estamos eufóricos, cuando gemimos de placer, cuando amanecemos apáticos, cuando nos sentimos solos, cuando nos brotan las ganas de hacer ejercicio o de practicar alguna actividad que nos saque de la miseria.

Todos hemos creído en algún momento que nuestra vida le importa a alguien más, y que ese alguien pudiera estar invadiéndonos oculto bajo el colchón o dentro del armario, siendo un convidado nada grato a presenciar la vulnerabilidad que nos asalta cuando estamos solos.

Cuando las máscaras caen y termina irremediablemente la fiesta de la carne. Antes era una cuestión de élite.

Los políticos y la gente con vidas públicas agitadas temían ser víctimas de espionaje o de escucha ilegal mediante sus teléfonos.

Muchos gobiernos usan aparatos de altísima gama para tener monitoreados a sus adversarios. Luego eso se convierte en chantaje, un procedimiento de ataque o defensa contra otro posible conato de extorsión.

El Watergate era cosa de niños.

Los teléfonos fijos eran mostrencos aparatosos muy difícil de cablear. Tendrías que se ser, oh sí, una amenaza real para que algún poderoso lograra penetrar en tu intimidad. Y el escándalo era atroz. Un círculo vicioso entre víctimas victimarias y victimarios víctimas. Demasiada sofisticación y enredo.

Hoy no.

El profético ojo del gran hermano está ahí, en la casa más modesta o en la mansión más ostentosa. En tu carro incluso. En tu tina, en el barbecho de labrar. Y no. El ojo no es ojo, sino oído, y uno muy aguzado y absoluto.

Y tampoco habita en las entrañas de ese aparato en decadencia llamado televisión.

Don Pedro Ferriz estaría loco de contento repitiendo: se los dije: un mundo nos vigila.

No lo creía realmente hasta que la semana pasada; una mañana me puse a hablar con mi perra, sí porque yo hablo con la perra al ser el único ser vivo con el que ahora comparto casa. Le decía: hey, perra, aquí nos cabe un jacuzzi. Sí, compraré un jacuzzi para que nos metamos y mandemos al carajo nuestro estrés con clamatos y gin tonic. Será nuestro jacuzzi, y tú puedes entrar si quieres.

La perrita ni me peló, por supuesto. Estaba orinando mis lavandas.

Al vivir inmersa en el mundo del periodismo y de alguna forma cerca de la clase política, mis amigos siempre me aconsejan hablar por WhatsApp porque, según ellos, es menos probable que los espías pudieran desencriptar las conversaciones o llegar a escuchar lo que ahí se dice.

Yo lo hago por precaución. No por mí, porque yo soy una paria, pero ellos, mis amigos sí que pueden ser blanco fácil de ataques cibernéticos por la información que manejan.

Hasta ahí todo en orden. Sé que con algunas personas debo hablar vía WhatsApp por su propia seguridad.

A mí me da risa pues, si en verdad alguien pudiera intervenir mi celular, será dichoso al tener un catálogo inmenso de fotos sexys que le envió a mi novio. Pero hasta el día de hoy, y más con la ley Olimpia en acción, nadie se ha atrevido a decir que tiene algún tipo de contenido o de información íntima mía.

Fuera de esas precauciones, uno va por la vida, claro, sonriente, seguro de sí.

Si eres chismoso, echando chisme. Si eres venenoso, tirando ponzoña. Si eres asustadizo, repartiendo miedo. Todo de viva voz, en persona, sin embargo, el día de la conversación del jacuzzi con el perro, confirmé que el teléfono está más vivo que muchos personajes que conozco…

Fue cuestión de horas.

Mientras hablaba con la perra sobre el jacuzzi Project, mi celular estaba boca abajo con la pantalla negra, silenciado, casi casi muerto. O eso creía.

Fue cuestión de horas para que, al retomar mis sesiones frente al Instagram y Facebook, aparecieran anuncios de jacuzzis por todos lados.

No zapatos ni ropa ni departamentos ni bicicletas ni libros, que habían sido mis últimas búsquedas en Google. JACUZZZIS. En todas las redes sociales. Y algo más escalofriante: las imágenes no eran sólo de anuncios, sino que, en el feed aparecieron fotos de amigos que casi ni topo en redes, metidos en jacuzzis o cerca de ellos.

Pasmada, al día siguiente hice otra prueba.

Senté a mi perra frente a mí, teléfono apagado, y me puse a refunfuñar porque mi pinche cafetera es una basura que ya no saca bien el café.

–Ay, Lizzy, vamos a comprar una cafetera. Una nueva. Pero no una de cápsulas pedorras. No. Una cafetera italiana, preciosa. De preferencia roja, como la de Déborah. Una cafetera, sí. Sí, mi Lizzy, sí.

Tres dos uno… en la noche las redes me llenaron de anuncios que remitían a mercado libre y Amazon dándome a desear las cafeteras más bonitas que he visto, y por supuesto, entre ellas la roja.

Peto ahí no para la cosa.

Les comenté mi aventura a unos amigos invitándolos a que hicieran la prueba. No buscar en el Google, no, con el teléfono en off. El celular en la mesa, boca abajo, en reposo.

Creo que lo hicieron y les dio una súbita diarrea.

Pero hay más, señoras y señores…

Ayer estaba hablando con mi galán por teléfono y de pronto empecé una discusión por equis cuestión y colgué.

Me puse a dar de vueltas sobre mi eje y dije las cosas que dice siempre una mujer cuando se enoja y ve que el otro se queda mudo, sin dar señales de haberse trastornado por tu retahíla de quejas.

Y volví a quejarme, por qué no, con la perra.

–Ya ves, ya ves cómo a este cabrón le vale madre lo que tengo que decirle. No nos quiere, Lizzy. Pero ya nos valorará cuando no le contestemos. Mira, mira. Si yo fuera él, a los cinco minutos ya estaría hablando para intentar bajarme el mar humor. Y míralo. Ni se inmuta.

A continuación, un pequeño llanto. Música depresiva y series de esposas desesperadas.

El teléfono cerca, como siempre. Ni una llamada posterior a la del pancho innecesario.

Llegando a la cama luego de chutarme un capítulo de la serie de las mujeres desesperadas. Entré a Tik Tok.

Quien tenga esta red social sabe que hay un apartado llamado “para ti”, que según tus búsquedas te propone videos, o sea, el programa te da pedacería de cosas que podrían interesarte.

Pues bien. Estaba yo con mi mascarilla puesta, pensando en si debía hablarle al galán para que él viera que yo sí soy madura y abrir el diálogo, cuando en PARA TI comenzaron a salir videos de psicólogos, coaches, místicas, curas, pleyadianos, poetas de ocasión y millennials emancipadas dando consejos sobre los tres pasos más eficaces para que el hombre te llame si discutiste con él. Otros de cómo aprender a valorarte mediante un huevecillo de ónix que se mete en el cuello del útero. Otros sabihondos que aleccionan a las damas sobre cómo traer como un pendejo al vato dejándolo en visto…

Pensé que la aparición de estos videos era casual. A veces me salen. A todos nos salen reparadores de vidas ajenas en las redes, sin embargo, esto fue un ataque masivo a mi cerebro. Me di cuenta de que habían pasado diez minutos y por un video de moda o del último chisme de Shakira, aparecían diez videos seguidos que versaban sobre cómo doblegar a tu cabrón.

Me dormí muy mal viajada.

Por eso digo que no estamos paranoicos.

No es que al gobierno ni a nuestros enemigos les interese oír conversaciones cotidianas sobre si te quedaste sin gas o dejaste de pagar el internet.

Alguien, o más bien, algo, nos vigila.

Nos acompaña noche y día. Conoce nuestros gustos, pesares, urgencias y deseos.

Y ahora hasta se atreve a darnos el consuelo que la virgen ni el ángel de la guarda ni nuestra santa madre deberían ofrendarnos.

Y no. No es Dios.

O sí, y tiene un nuevo nombre.

Algoritmo.

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