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viernes, noviembre 22, 2024

Ella se fue de casa

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Cuatro adúlteras memorables, cuatro.

Madame Bovary (Flaubert), Anna Karenina (Tolstoi), Lady Chatterley (D.H Lawrence) Patty Berglund (Franzen).

Cuatro personajes de la literatura que tienen algo en común: se fueron de casa y dejaron a sus maridos. Todas, faltaba más, porque encontraron amantes que, al final, acabaron por matarles las ilusiones. ¿Por qué? Porque hay una regla no escrita en cuestiones de este tipo: la mujer que se va de casa lleva en la frente un estigma invisible: el de la traición, la ingratitud.

De las mujeres que conozco que han abortado la misión familiar, ninguna ha conseguido mantener en pie el puente que las sacó de la monotonía; una de dos: o el puente se cae solo a los pocos meses: cuando al amasiato se le incorpora el factor escarnio público, la clandestinidad termina y el valiente huye… o cuando la propia tránsfuga inmola el puente porque se da cuenta de que era eso y no más: un camino improvisado hacia la salida que a posteriori no la llevaría a ningún lado más que a otra (nueva) prisión, y con una agravante: el peso de la culpa encima. En todos los casos, las mujeres que dejan la casa pasan por un proceso de angustia infinita desde que se deciden, hablan con el esposo y empacan sus cosas; transitando por el terror de cerrar la puerta dejando dentro de esa casa a los que debiera rendirles culto eterno, hasta llegar al momento cuando aparentemente todo se empieza a acomodar de nuevo, aunque acarreando siempre con el chantaje familiar por haber sido la desertora.

Total que la mujer pocas veces consigue dejar el pasado atrás por: a) ver al marido herido y humillado, pero sobre todo, b) porque esas caras largas y las lágrimas de cocodrilo que aparecen justo cuando el barco ya está hundido, no la dejarán en paz durante mucho tiempo.

Culturalmente es la mujer quien traga sapos sin hacer gestos o soporta al ser que ya no ama ni desea por “no herir” los hijos… o por dinero.

O bien resiste estoicamente que el compañero de su cama se vuelva un zombi que solo revive cuando cruza la calle.

De eso trata Escenas de un matrimonio, la serie inspirada en la película de Bergman.

La vi un jueves por la noche, de un tirón. El conflicto que supone en sí las parejas es mi tema favorito. Lo he estudiado, lo he vivido y desvivido. Digamos que el trabajo de campo ha sido un arduo tejido de prueba y error. A la fecha, puedo decir que mi obsesión ha rendido frutos. Hoy creo tener el equilibrio deseado, sin embargo, la serie me llevó al pasado: a recordar y sentir ese temor y temblor que cae sobre tu cabeza cuando, en un acto de desesperación, dices: me voy.

La actuación de Jessica Chastain es impecable porque retrata con precisión las etapas por las que pasa la mujer cuando se ve orillada a abdicar de la empresa conyugal.

Aquellas mujeres que tienen la valentía de no autoengañarse y levan anclas tienen un sentimiento primitivo y primario: el de olvidar por un instante el por qué se van.

Y lo más duro, sin duda, es ESA conversación, si es que se da (ya que en muchos casos la señora simplemente desaparece).

Supongo que la maternidad tiene todo que ver con la sensación de pasmo que paraliza al ver quebrado al macho. Finalmente, históricamente, es el hombre quien claudica con mayor facilidad, aunque por lo general el esposo fugitivo habla cuando la idea está completamente fría en su cabeza para evitarse la molestia de dudar. Y cuando digo maternidad no es literal, sino del papel de madre que toma la mujer hacia el esposo.

Estoy segura que muchas mujeres al asirse a esa idea: al pensamiento de dejar huérfano al hombre, toman la ruta más segura y baldía: aguantar hasta el final. Veía la serie y revivía la escena: hablar con el marido y decirle: hasta aquí llego yo.

No hay, no existe hombre que se quede tranquilo o no reaccione virulentamente después de un bombazo de esas dimensiones, y la actuación de Oscar Isaac es también perfecta: del silencio al llanto, de la súplica al contrataque, de la violencia a la mendicidad.

La historia de la humanidad está repleta de abandonos masculinos, y son tan comunes que no forman aparte del catálogo de temas predilectos de escritores o cantantes. No.

El bolero, la canción ranchera, las propias óperas, las baladas de rock más pegadoras son aquellas que victimizan al hombre, que vuelven la traición mujeril una epopeya de la que salen hechos unos verdaderos héroes. Pues el hombre carece del músuculo con el que se combate la humillación. Porque el judeocristianismo nos dijo que es menester de la mujer ser sierva y protectora, una mula con tapaderas en los ojos que le impiden asomarse a la realidad.

La serie consta de cinco capítulos redondos en los que se resuelve la trama como suele resolverse la cotidianidad: el mundo conspira siempre en contra de la libertad y los hace recular.

El desarrollo del drama masculino es, igualmente, una copia al carbón de lo que vive cada hombre dejado: el lento restablecimiento de su ego usando como vehículo la fuerza que mana de esa glándula que las mujeres no tenemos: la de la deshonra.

Porque no hay mujer cuerneada que no se acostumbre a ello o que no encuentre un método cruel mediante el cual saldar esas deudas. Lo que se conoce vulgarmente como cubrir el agravio a tarjetazos y chantajes casi casi avalados frente a notario.

En el último capítulo, como regalo para mis oídos, suena de pronto Retrato en Branco & Preto de Chico Buarque, como confirmación de que no hay mejor tonada para hidratar el alma reseca que un buen bossa nova.

Apagué la tele y mi último cigarro de la noche reafirmando lo que siempre he creído: en realidad no hay mujeres infieles, sino maridos tibios y conchudos.

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