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sábado, noviembre 23, 2024

La tante Guite: descubridora del francio

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Carmina de la Luz *

La mayoría de las personas pasamos los últimos días del año visitando a parientes, comprando obsequios para los amigos o simplemente preparándonos para iniciar un nuevo ciclo. Pero las prioridades de Marguerite Perey eran distintas y, mientras otros gozaban las fiestas decembrinas de 1938, ella se encerró en el Institut du Radium de París decidida a develar una misteriosa sustancia.

Marguerite pertenecía a una familia de clase media caída en desgracia, residente de Villemomble, en la zona metropolitana oriente de la capital francesa. Era la menor de cinco hijos (dos mujeres y tres varones) y desde muy pequeña aspiraba a convertirse en médica.

Una crisis financiera que coincidió en 1914 con la muerte de su padre –Émile Louis, propietario de un molino harinero– puso en serios aprietos al hogar de los Perey y Marguerite no podía darse el “lujo” de estudiar una carrera tan larga y costosa. Así que, con apenas cinco años de edad, sus sueños tomaron un rumbo diferente.

Anne Jeanne, mamá de Marguerite, consiguió dinero dando lecciones de piano. Además, tuvo el apoyo de Marie, la antigua empleada doméstica de los Perey que renunció a su salario e incluso aportó de su bolsillo para el sostén familiar. Esto le permitió a Marguerite hacer la preparatoria en el Lycée Victor-Duruy y luego, gracias a sus ahorros y una pequeña beca, ingresó a la École Féminine d’Enseignement Technique.

En 1929, Perey estaba a punto de graduarse de dicha escuela como la mejor técnica de laboratorio de su generación. Al mismo tiempo, la legendaria madame Curie –quien ya poseía dos premios Nobel y dirigía el Institut du Radium– buscaba una asistente con el perfil de la joven.

Marguerite se presentó a la entrevista de trabajo y esto fue lo que recordaría de aquel día: “sin hacer ruido, alguien entró como una sombra. Era una mujer vestida totalmente de negro. Tenía el pelo gris, recogido en un moño, y usaba anteojos gruesos. Transmitía una impresión de extrema fragilidad y palidez”.

Al principio Perey pensó que se trataba de una secretaria, pero más tarde se dio cuenta “con gran vergüenza” de que estaba en presencia de la propia Marie Curie, quien poco después la contrató.

Marguerite llegó al instituto sin conocer una pizca del fenómeno que ahí se estudiaba, la radiactividad. Lo que había aprendido previamente eran métodos muy sencillos y solo sabía utilizar instrumentos semejantes a los de una cocina. Sin embargo, Marie Curie la tomó como su préparateur, instruyéndola hasta que se volvió la mejor laboratorista en aislamiento y purificación de elementos químicos radiactivos.

En esa época, uno de los que más interesaba a Curie y sus colegas era el actinio, pero obtenerlo representaba una labor de jornada completa. A Marguerite Perey la reclutaron para tal misión, entregándole 10 toneladas de un mineral que contenía un par de miligramos de actinio.

Terminar esta tarea le tomó cerca de una década. Sí, casi diez años de palear, moler, mezclar y separar, una. Uno de esos sitios le correspondía al elemento 87 que, según la teoría, debía ser un metal con propiedades alcalinas ubicado en el grupo 1, justo después del cesio. Siguiendo esta lógica, Marguerite Perey dedujo cómo apartarlo: lo mezcló con una sal et voilà, ahí estaba el escurridizo elemento con la radiactividad que antes le había parecido extraña y una vida media de 21 minutos. Marguerite registró de inmediato su conclusión como una humilde nota en su bitácora del 7 de enero de 1939, pero tardó varios años en acordar con la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada un nombre definitivo para su hallazgo: francio (Fr). La inestabilidad y escasez del francio han restringido su uso únicamente con fines científicos, tales como estudiar la estructura atómica. Este elemento es una especie de residuo de la desintegración de átomos más pesados (por ejemplo, el actinio) y, a su vez, decae rápidamente en otros más ligeros (como el astato). Por ello, en nuestro planeta solo hay unos 30 gramos de francio en cualquier momento dado. Haberlo encontrado le valió a Perey cinco nominaciones al Premio Nobel de Química. Y, pese a que nunca obtuvo el galardón, sí cosechó otros reconocimientos. Terminó su doctorado en 1946 y en 1949 la Universidad de Estrasburgo le dio la dirección de química nuclear. Asimismo, en 1962 se convirtió en la primera mujer integrante de la Academia de Ciencias de Francia, aunque no como titular, sino correspondiente. Marguerite Perey no se casó ni tuvo hijos, pero sí que estableció un vínculo muy fuerte con las familias que formaron sus hermanos y fue la tía favorita de todos sus sobrinos, quienes le decían “Tante Guite” (tía Guite). Murió de cáncer el 13 de mayo de 1975, resultado de su constante exposición a la alta radiación del actinio. y otra vez. Diez años en los que investigadores fueron y vinieron del laboratorio, en los que vio morir a su mentora y en los que floreció su espíritu científico.

Hacia el final de 1938, algo en la sustancia que había aislado llamó la atención de Marguerite. Vio que esa pequeña cantidad de materia irradiaba una energía esperada, la del actinio, pero también notó una “huella” radiactiva que no encajaba con nada conocido.

Perey era consciente de que, 70 años atrás, Dmitri Mendeléyev hizo público su Sistema Tentativo de los Elementos (una suerte de ancestro directo de la actual tabla periódica). Allí el químico ruso ordenó por peso atómico los elementos descubiertos y pronosticó la existencia de otras sustancias fundamentales dejando espacios en blanco.

Dos años después de su nombramiento en la Universidad de Estrasburgo, la salud física y mental de Marguerite Perey
comenzó a deteriorarse.

Uno de esos sitios le correspondía al elemento 87 que, según la teoría, debía ser un metal con propiedades alcalinas ubicado en el grupo 1, justo después del cesio. Siguiendo esta lógica, Marguerite Perey dedujo cómo apartarlo: lo mezcló con una sal et voilà, ahí estaba el escurridizo elemento con la radiactividad que antes le había parecido extraña y una vida media de 21 minutos.

Marguerite registró de inmediato su conclusión como una humilde nota en su bitácora del 7 de enero de 1939, pero tardó varios años en acordar con la Unión Internacional de Química Pura y Aplicada un nombre definitivo para su hallazgo: francio (Fr).

La inestabilidad y escasez del francio han restringido su uso únicamente con fines científicos, tales como estudiar la estructura atómica. Este elemento es una especie de residuo de la desintegración de átomos más pesados (por ejemplo, el actinio) y, a su vez, decae rápidamente en otros más ligeros (como el astato). Por ello, en nuestro planeta solo hay unos 30 gramos de francio en cualquier momento dado. Haberlo encontrado le valió a Perey cinco nominaciones al Premio Nobel de Química. Y, pese a que nunca obtuvo el galardón, sí cosechó otros reconocimientos. Terminó su doctorado en 1946 y en 1949 la Universidad de Estrasburgo le dio la dirección de química nuclear. Asimismo, en 1962 se convirtió en la primera mujer integrante de la Academia de Ciencias de Francia, aunque no como titular, sino correspondiente.

Marguerite Perey no se casó ni tuvo hijos, pero sí que estableció un vínculo muy fuerte con las familias que formaron sus hermanos y fue la tía favorita de todos sus sobrinos, quienes le decían “Tante Guite” (tía Guite). Murió de cáncer el 13 de mayo de 1975, resultado de su constante exposición a la alta radiación del actinio.

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