Hoy más que nunca, los seres humanos estamos empeñados en evadir el dolor.
La ciencia ha ayudado erradicando enfermedades o hallando tratamientos contra males físicos y hasta del alma.
Hay más coaches de meditación y sanación metafísica que músicos o arqueólogos.
Somos una especie temerosa de la extinción; ¡y vaya que hemos contribuido para que el lugar donde vivimos sea una mina próxima para explotar!
Sin embargo, no hay algo más humano que el dolor, que el trastorno.
Nacemos como morimos (ya lo dijo muy bien Quevedo) entre lágrimas y caca.
Ser mujer es un constante dolor físico: entre ovulaciones, menstruaciones, partos, muelas, descalcificaciones, quistes, menopausias, hombres cabrones, cánceres.
Esto respecto a lo que duele físicamente, y a lo que, sin más, terminamos por acostumbrarnos.
La vida es así: un constante estado de alerta; el encendido y apagado de millones de luces amarillas que nos advierten: de esta no sales viva.
Ahora con el COVID hemos sido testigos en tiempo real de la fragilidad en su máxima expresión. La fragilidad no sólo física, sino mental.
¿Cuántos no hemos caído en paranoia o colapsado después de uno o dos diagnósticos propios o cercanos?
Los jóvenes han adoptado formas de vida más saludables que los hombres y las mujeres de generaciones pasadas… aparentemente. Fuman menos tabaco, pero aspiran humo sabor plátano y pepino en vaporizadores eléctricos. Beben menos destilados, pero se los meten analmente con tampones y otros dispositivos para que efecto llegue más rápido a la sangre. Gastan menos, huelen menos, pero se idiotizan más.
Van a gym religiosamente para ponerse hermosos, pero, ante todo, para que la selfie en el espejo quede como garante de su buena actitud millennial (en redes sociales).
Por eso creo que la chaviza de estos tiempos padecerá en el futuro la falta de dolor real.
Quieren salvar al mundo recogiendo perros antes que echándole la mano a un vagabundo.
Al mínimo pinchazo, lloran.
Con el rumor de su baja en el trabajo, quieren demandar al patrón.
Las dejan los novios y se retacan de ansiolíticos y antidepresivos para no morir en el infierno del desamor.
El dolor es lo más mal visto en estos tiempos… lo más innecesario y old fashion.
Llegará un día en el que se lea con letras doradas que la generación z fue la que pudo abolirlo… ¿y luego?
No sabrán lo que es el pus.
Las lágrimas se cotizarán en el mercado de valores.
El canal de parto será parte de un mito genial… algo televisivo (qué cosa más anacrónica que ver un programa o serie en una televisión).
La sangre será un espectáculo multimedia.
Todo este rollito viene a cuento por una película: Crímenes del futuro, de David Cronenberg.
Una entrega con el mismo título que ya le había puesto a otra película décadas atrás.
Como todo el cine de Cronemberg, se desarrolla en un ambiente extraño, lúgubre, no apto para perezosos mentales ni hipersensibles.
¿El argumento? Precisamente ese mundo, esa especie, que ha perdido la capacidad de sentir dolor; y aquellos que todavía lo viven, son considerados artistas.
El dolor como una de las nuevas bellas artes.
Siempre he creído que el dolor es una sensación gemela al placer.
O que del dolor puede sobrevenir algún tipo de gozo (morboso o no).
El sexo, por ejemplo, es una mezcla de infinitas sensibilidades. El dolor físico o emocional resulta un recurso que magnifica la experiencia; no hablo de golpes ni masoquismo (que sería la traducción más básica), sino de la fantasía catártica que hiere y excita a la vez: la tribulación mental creada por el sentimiento de pecado que hace al hombre sufrir, pero arder al mismo tiempo.
Hoy fui al dentista. Una tortura.
Después de dos días retorciéndome de dolor de encías, llegué a la conclusión de que la boca es una comunidad de bacterias y miembros solidarios entre sí, porque cuando te duele un diente a los pocos minutos ya te duelen todos.
Cuando llegué al consultorio volví a pasar la vergüenza que siempre siento al visitar al ginecólogo y al dentista, porque ambas cavidades que exploran estos médicos son la bitácora fiel y puntual de los cuidados o los desmanes pasados. Estos personajes te confrontan con tu verdadero yo. Con una pequeña ojeada se enteran de tus crímenes u omisiones.
Así, mientras escuchaba el sonido atroz del taladrito quita-sarro, mis piernas y brazos se contraían dando paso a un derroche de estrés absurdo, pues la anestesia impide que el dolor real se manifieste, sin embargo, dadas las condiciones de la infección, detrás del ruido, la saliva y los ojos del doctor apuntando a hacia mis incisivos, llegaba a sentir una punzada constante, ciega, aunque aguda… entonces cerré los ojos y regresé a la película de Cronenberg e imaginé que esa escena estaba situada en medio de un performance.
Y el dolor recuperó su función natural (y hermosa): ser testigo y aval de que el cuerpo funciona… y sigue ahí.