Como en todo en la vida, la primera vez es siempre la que más duele o la que más expectativas (buenas o malas) genera.
Me obligué a sentarme hoy frente a la computadora para escribir este texto con un dolor de cabeza que no se va. No tenía idea de cómo comenzar. Es más, no sé qué podría abonar a la conversación pública sobre la quinta ola de Covid.
Fui una paranoica precoz en cuanto el SARS-COV-2 debutó.
Estoy segura de que, junto con un diputado local conocido por muchos que leen esto, soy la persona que más pruebas diagnósticas se ha hecho en Puebla desde marzo de 2020.
Si el lector es curioso, puede remitirse a mis publicaciones de dos años atrás y en muchísimas de éstas trato obsesivamente y desde diferentes puntos de vista el tema de la pandemia, de la enfermedad, de la crisis por el encierro, hasta las traumáticas entregas donde narro mi primer contagio real, pues creo que he vivido mentalmente enferma de Covid desde entonces.
Me fue mal, camaradas.
La primera vez que di covidpositivo, juré que no la contaba. Me dio, como podríamos llamar vulgarmente, el Covid real, el grandote, el que se llevó a terapia intensiva y a la tumba a cientos de miles de almas. Y me agarró sin vacunas. Aún no existían.
Si de por sí soy hipocondríaca, ese contagio, su desarrollo y el famoso long covid, catalizaron mi histeria por meses. Quedé hinchada de la cara casi un año. Flaca y descangayada, como la señora del tango.
Creo que el relajamiento llegó en cuanto tuve tres arponazos Pfizer en mi brazo. Luego la cosa se calmó por todos lados, volvimos a salir, a bailar, a reunirnos en masa, fuimos a bodas, regresamos a los aeropuertos; en fin, la vida tal cual se había quedado en pausa desde el incidente Wuhan.
Y desde lejos yo miraba a compañeros que viven en Japón y que en estos tres años no se han atrevido a cruzar sus fronteras ni a bajarse el cubre bocas. Nos ven como criaturas semisalvajes, como idiotas suicidas.
Ellos están perfectos. Ninguna ola los ha tocado.
Pero acá la cosa es distinta.
Los mexas no sabemos estar mucho tiempo encerrados y estamos hechos para burlar las reglas, pase lo que pase. Es nuestro si no… ¡qué le vamos a hacer!
El viernes caí por segunda vez en las garras del Covid. Del real, no del que invento en mi cabeza por lo menos una vez al mes…
No me puedo quejar. Está siendo mucho mas benevolente que en el fatídico noviembre 2020.
Pero pensándolo bien, la cuarentena (de 10 días) que estoy llevando desde mi cama, se diferencia no tanto por los síntomas —que casi son los mismos— sino por la sensación de seguridad que te da estar vacunado, por lo tanto, extirpar los factores miedo y estrés aligera los días.
No estoy padeciendo la tensión de la incertidumbre ni tampoco tengo a mis demás seres queridos pendiendo de un hilo, conectados a una máquina que respire por ellos.
Como en todo en la vida, la segunda vez es más real. Uno no magnifica ni distorsiona proporciones.
Las sensaciones ya no se ven a través del cristal de la excitación y el nervio.
Conclusión: Las reinfecciones son como irse a la cama por segunda vez con un cuerpo que al que se puede seguir explorando, pero que ya es conocido.