La inseguridad en México se ha convertido en una herida abierta que sangra día a día en las calles, en los hogares y en el tejido social de millones de personas. No se trata únicamente de estadísticas frías o reportes oficiales que intentan maquillar una realidad dolorosa, sino de historias personales que transforman vidas, erosionan la confianza y dejan cicatrices invisibles pero profundas en quienes las padecen. Cada asalto, cada acto de violencia, representa no solo la pérdida material o física, sino el quiebre de algo mucho más valioso: la sensación de seguridad y la fe en las instituciones que deberían protegernos.
Mi amigo Carlos vivió esa experiencia hace unos días. En una comisión de su trabajo un martes por la tarde, en una zona que siempre había considerado relativamente segura, cuando al entrar a un cajero, dos sujetos lo abordaron. En cuestión de segundos, mostrando un arma, le quitaron una cantidad de dinero, una cantidad que no representa intercambiarla por la vida. El episodio duró menos de un minuto, pero sus consecuencias se extendieron mucho más allá. Carlos no resultó herido físicamente, pero algo dentro de él se rompió esa tarde. Lo que más me impactó no fue el relato del asalto en sí, sino lo que vino después: su ira, su frustración generalizada, su desconfianza hacia todo y todos. Cuando intenté consolarlo, me respondió con una amargura que nunca antes había visto en él:
“Ya no confío en nadie, ni en la policía que nunca aparece cuando la necesitas, ni en las autoridades que solo prometen y no cumplen…”
Carlos se había convertido en otra víctima más de un sistema que no solo permite la violencia, sino que genera desconfianza colectiva y aislamiento social. La reacción de Carlos no es única ni exagerada; es el reflejo de lo que miles de mexicanos experimentan a diario. Según diversas encuestas sobre percepción de seguridad, más del 70% de los ciudadanos mexicanos se sienten inseguros en sus propias ciudades, y la confianza en las instituciones policiales y de justicia se encuentra en niveles históricamente bajos.
Esta desconfianza no surge de la nada: es el resultado acumulado de años de corrupción, impunidad, negligencia institucional y una sensación generalizada de abandono por parte del Estado.
La impunidad en México ronda el 95% en la mayoría de los delitos, lo que significa que prácticamente todos los criminales quedan libres mientras las víctimas cargan con el trauma y la desilusión.
Cuando los ciudadanos pierden la fe en sus autoridades, se fractura el contrato social que sostiene cualquier democracia funcional. Las personas dejan de denunciar delitos porque consideran que es inútil, lo que a su vez distorsiona las estadísticas oficiales y permite que los gobiernos presenten cifras engañosas sobre la realidad delictiva.
Se generan círculos viciosos donde la impunidad alimenta más violencia, y la violencia erosiona aún más la confianza institucional.
Además, esta desconfianza se extiende horizontalmente hacia otros ciudadanos: las personas se vuelven más recelosas, menos solidarias, más propensas a encerrarse en sus casas y en sus círculos íntimos. El espacio público se transforma en un territorio hostil que se atraviesa con miedo y prisa.
Carlos intentó hacer la denuncia correspondiente, pero después de esperar cuatro horas en el Ministerio Público y escuchar que “era muy difícil que recuperara sus cosas”, salió con la certeza de que había perdido su tiempo.
“El sistema no funciona”, me dijo después,
“y lo peor es que los criminales lo saben…”
Las autoridades suelen responder a esta crisis con discursos vacíos y estrategias que no abordan las causas estructurales del problema. La corrupción sigue siendo endémica en muchas corporaciones policiales, donde los bajos salarios y la falta de profesionalización crean el caldo de cultivo para la colusión con el crimen.
¿Cómo confiar en un policía que puede estar coludido con los delincuentes?
La solución comienza con el reconocimiento honesto del problema. Se requiere una reforma profunda del sistema de justicia, profesionalización policial, salarios dignos, mecanismos de evaluación y rendición de cuentas.
Pero más allá de reformas, se necesita reconstruir el vínculo entre ciudadanos y autoridades con acciones concretas que demuestren que el Estado sí está comprometido con la seguridad de su población.
Carlos sigue cargando con la rabia y la desconfianza. Ha considerado comprar un arma para defenderse y ya no reconoce el país donde creció. Su historia es una entre millones. La inseguridad en México y la impunidad les arrebatan no solo sus pertenencias, sino su tranquilidad, confianza y esperanza.
Recuperar esa confianza será un proceso largo, pero es absolutamente necesario si queremos construir un país donde la seguridad sea un derecho garantizado para todos.