Publicado originalmente por Carlos A. Pérez Ricart en Reforma, compartimos este reportaje por su relevancia e interés periodístico:
De lo que se habla en Washington sobre México rara vez tenemos la versión oficial.
Lo sabemos por los pliegues: filtraciones, documentos parciales, revelaciones periodísticas. El caudal es tenue, pero persistente. Son piezas dispersas que, al acumularse, forman un mural inquietante. Así, casi sin notarlo, vamos ensamblando la historia política de nuestro tiempo.
La más reciente pieza del rompecabezas apareció hace unos días en The Washington Post. Según la investigación de dos de sus periodistas, la DEA propuso a principios de año una estrategia propia de tiempos de guerra: asesinatos selectivos contra narcotraficantes y ataques con drones contra laboratorios en suelo mexicano.
Según el reportaje, la reacción en el Pentágono y en la misma Casa Blanca fue de alarma. Y con razón: no había autorización del Congreso ni sustento legal alguno para semejante ocurrencia. Algunos funcionarios tuvieron incluso que recordarle a la DEA lo básico: que llamar “terroristas” a los cárteles no convierte mágicamente a sus laboratorios en blancos legítimos de misiles.
El episodio, más allá de lo pintoresco, revela algo más serio: cómo la idea de usar fuerza militar en México se va colando, poco a poco, como posibilidad aceptable de la política exterior estadounidense.
El siglo XXI sosteniéndose en los paradigmas del XIX.
Lo más revelador del reportaje no es la propuesta en sí -que ya de por sí resulta estridente-, sino la lógica que la sostiene. La DEA, dueña del escenario antidrogas desde 1973, aparece hoy desplazada en la jerarquía interagencial. Sus movimientos no obedecen a un cálculo estratégico, sino a un instinto burocrático: demostrar que sigue siendo indispensable frente a rivales con más peso real. Quieren estar en la mesa de decisiones.
Y, como ya no les alcanza con los argumentos, buscan ese asiento a gritos.
Es el niño que patalea para hacerse escuchar. El actor de reparto que busca reflector. Pedro anunciando la llegada del lobo. La sombra que grita por existir.
Y no es para menos.
Una investigación de Reuters publicada hace un par de semanas -otra pieza de un rompecabezas siempre en expansión- reveló que la CIA se ha convertido en la verdadera rectora de las operaciones más delicadas en México. Basada en más de sesenta entrevistas, la investigación mostró que la agencia entrena y equipa directamente a dos unidades de élite del Ejército y la Marina, y que en la embajada de Estados Unidos en Ciudad de México ocupa un lugar jerárquico que eclipsa a la DEA.
El contraste no podría ser más claro. Mientras la DEA recurre al estrépito de drones y ejecuciones selectivas para reclamar atención, la CIA avanza con sigilo, bajo una lógica subrepticia y calculada. La diferencia es de estilo, pero sobre todo de relegada en presupuesto y jerarquía, la DEA se ve obligada a radicalizar su discurso para fingir centralidad, para insinuarse como un actor que aún merece un asiento en las grandes decisiones sobre México.
Ambos artículos -el de Reuters y el de The Washington Post- confirman lo que ya muchos intuíamos. La diferencia es que ahora está documentado. Esa certeza ordena jerarquías, desnuda intereses y permite nombrar lo que ocurre. Si el gobierno de México quiere aprovecharlo, podrá leer entre líneas, separar las piezas, ordenar los fragmentos, clasificar las voces y distinguir el ruido de la música. Las claves ahí están.
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La política exterior de Estados Unidos no es una línea recta.
Es la condensación de fuerzas contradictorias: agencias que compiten por migajas, burocracias que se devoran entre sí, radicales disfrazados de estrategas y políticos tradicionales que posan de estadistas. No hay monolito; hay una polifonía de voces que se superponen, a veces en armonía tensa, otras en estridente disonancia. El espacio en el que se toman esas decisiones -the room where it happens- es menos un salón de mando que un cuarto de ecos.
En esa coreografía, la DEA intenta recuperar centralidad mediante la estridencia, la CIA expande su influencia al amparo del sigilo y la Casa Blanca oscila entre ambas según dictan sus prioridades cambiantes.
Lo importante es la constante: el narcotráfico funciona como pretexto, no como problema. Es el telón de fondo sobre el que se despliega una disputa de poder mucho más pedestre: el pataleo de unos y el sigilo de otros, la estridencia burocrática frente a la discreción calculada.
En esa pugna se define la historia política de nuestro tiempo.